El 23 de abril se escribió que alguien puede «abrir los ojos, moverse un poquito para saber que seguimos vivos y que todo no es una ilusión de nuestra muerte». Todo está bien, todo va sin novedad, creo que sin ningún problema.
El cielo está azul celeste en este preciso instante, es el azul del cielo y del mar despejado en donde se ven las montañas límpidas en derredor y una serie de unos cuantos volcanes que nos escrutan cada movimiento cualquiera, cada movimiento impetuoso del ojo que podemos tener, cada movimiento de estos dedos míos a la hora de presionar una tecla que provocan por arte de magia una voluta virtual de tinta en una pantalla. Ahora se puede producir un enlace eléctrico en mi cabeza que me conduce a una reacción, de algún modo porque la vida y la evolución son grandes y pueda que se me ocurra tomar un lápiz y escribir cualquier pendejada a puño limpio o pueda que me haga continuar en donde estoy y siga y siga con esto de presionar teclas hasta nunca acabar, quizás:
En la madriguera humilde
Un trueno atestigua el golpe
Mago azulado espejo del arte
Grandeza y principio:
El poeta nació para lastimar
No tiene esperanza de guardar rencor
Así escribe el poeta (Calos Yescas Alvarado) y el tiempo persiste en contar el porvenir minuto a minuto, hora a hora, segundo a segundo, día a día hasta la interminable resonancia del acontecer diario y ese mismo poeta recalca la idea de lastimar, a él mismo, a ella misma, a cualquiera y/o a todos. La sensación parece que no tiene cabida ni escapatoria como tampoco la tuvo Edipo, ni Prometeo, ni los hijos de Medea, ni Hun-Hunaphú, ni Ixquic, ni Vucub-Hunaphú, ni mucho menos la Esfinge, ni Sísifo, ni Jesús ni Dios. El destino es demasiado poderoso y tratar de jugar contra lo imposible, contra lo ya dicho, lo ya creado, lo que ya traemos, es peligrosísimo. Me refiero a los instintos que tenemos debajo de nuestra piel, a esa verdadera pulsión que nos habita y que nos hace estar vivos y caminar sin rumbo fijo. El instinto de saborear una idea que hemos emborronado mil veces y que parece que a veces cuaja y que otras es el turno de emborronarla nuevamente, igual, nadie se muere. A lo mucho se desgasta pero nada más.
Ser acreedor de nada porque eso trajimos a este mundo y aún así aceptarlo y remar en la alta marea de las imposibilidades y la muerte es un trabajo duro que debemos pulir cada día de estas vidas pueriles y rectificadamente a la deriva que llevamos a cuestas.
Sintetizar lo ya dicho es cosa seria y nada fácil. Aprehender lo recorrido también es tarea ardua y la vuelta de tuerca que nos hace falta para dar la vuelta y andar sobre lo ya andado, porque a lo mejor así se disfruta más lo conocido: más vale diablo por viejo que por diablo, cómo no.
Saramago se pregunta: «¿Viene de qué el poema? (…) Pero avanzar un pie no es hacer jornada (…)».
La jornada de caminar, la jornada de andar, insisto, el camino siempre es largo, siempre es cansado pero junto se abandona a pesar del sufrimiento del cansancio y del calor que nos revienta los sesos que se nos vienen acabando a cada momento y que, de un rato para otro, saltan escapándose hacia donde ya no los podemos devolver.
Quiero tratar de ver el horizonte y me pregunto cuántos más han hecho lo mismo, la mirada vacía hacia delante mientras se trata de maquinar esa vista, el funcionamiento de lo que vemos, la sensorialidad de lo que podemos abstraer, no estoy seguro porque lo único que sé es que continuamos viendo el horizonte como si estuviéramos viendo el fondo de nuestra alma, los órganos demoledores de lo que nos hace funcionar en medio de la envoltura en la que, valga la redundancia, nos envolvemos: piel, pelo, uñas, corazón, espíritu, hormonas, neuronas y un millón de cosas más para que perduremos por toda la eternidad en ese horizonte hasta que una línea más venga de pronto, un verso más se asome por el cielo al estilo de las musas, un brochazo o pincelazo o cincelazo de pronto porque sabemos que vida es corta pero el arte largo, dice Primo Levi.
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