Se llamaba Soledad y estaba sola
como un puerto maltratado por las olas,
coleccionaba mariposas tristes,
direcciones de calles que no existen
Más guapa que cualquiera
Hay un cuarto solo y no vemos nada. Hay una hoja sola y no hacemos nada, tampoco, tal vez huimos porque el pavor se nos avecina ante nuestro silencio total: de voz, de cuerpo, de reacción. Hay un tiempo solo y lo mismo nos da. Hay alguien solo/a en una banca sola y nos es indiferente o, quizás, nos da miedo o desconfianza. Vemos una letra sola y nada nos dice: «solo es una letra», decimos, como si perdiera su valor, como si no valiera por sí misma; por completo nuestra cultura la ha despojado de lo que es y significa en soledad porque le buscamos irrefrenablemente un complemento, creemos en nuestra osadía, cualquier otra cosa que la acompañe y la resignifique (resemantice, pues). El sol tiene que tener a la luna, el ying está con el yang, nuestra naturaleza nos fuerza a contar más de uno para cualquier cosa porque, si no, es como un cero para nuestra visión total (cognitivamente respetuosa dentro del conglomerado social, digamos) obvia automáticamente a la unidad: el Uno de pitagórico…
La soledad no es una opción, porque empezaríamos a ver el mundo como uno solo, suficiente o no, no importa, pero es uno solo, y es inconcebible, porque claro, a nadie le va a gustar. Se carga con su sombra, con su cruz, con su estigma, con su implosión. Suponemos una bomba que estalló sobre su humanidad y derramó radiación en donde es imposible el contacto con alguien, voluntaria o involuntariamente, el mismo vacío y nadie lo sabe y/o a nadie le interesa saber. Hay quienes han logrado superar ese escaño y se posicionan en otro estadio fuera de las escaleras comunes del resto de mortales.
Hay gente en la cola
de todos los cines,
gente que llora, gente que ríe,
gente que sube y que baja de un coche,
gente en el rastro y en los ascensores.
Esto dice Pedro Guerra en relación con el tema, y las ideas se nos alborotan como cuando se nos ocurre que la mayoría de grandes obras que se han hecho en la humanidad, científicas, artísticas o espirituales, se han fraguado en soledad, en ascetismo constante, se han fraguado en medio de una tensión que fácilmente puede reunir nervios, ansiedad, urgencia, desenfreno, desatino, uno que otro desvarío, responsabilidad, disciplina, valentía y mil cosas más. Una reunión vasta de una serie de elementos que conjuguen el atrevimiento de la soledad: se nace y se muere solo, al fin de cuentas. Hay quienes la desean y les gusta y hay quienes la aborrecen y le temen.
después de la alegría viene la soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad
El amor, el amor… Esto lo dice el inmortal Mario Benedetti. Las probabilidades de los resultados del siguiente paso en nuestras vidas son casi tan variables como el infinito y entre ese infinito nos jugamos la soledad final para iniciar un principio o para terminar un final, cualquier cosa puede llegar a suceder y nosotros no somos nadie para impedirlo ni continuarlo, solo nos dejamos llevar por las eventualidades.
«Necesitaba sentir una mirada, sin ella los días se tardaban en pasar», dice el tango. Todos necesitamos tanto en el transcurrir fantasma de nuestro porvenir, cierto: tanto llega y tanto, por el contrario, nos aplasta y retuerce en soledad, para que nadie se dé cuenta del suplicio como contrapeso o castigo divino que cae de un más allá perdido entre la Nada (ausencia, inexistencia) o en la res nata («cosa nacida»).
Gente en el ruido y el humo
de todos los bares,
gente que en su corazón
multiplica los panes,
gente con ramos de flores,
gente borracha de amores,
gente que cava su fosa,
que no puede más,
pero que sola está.
Así continúa Pedro Guerra. Vamos a un bar para no estar solos, hablamos con alguien para no estar solos, vamos a bailar para no estar solos, bebemos o nos drogamos para no estar solos (o soportar u olvidar la condición de soledad), nos casamos para intentar no estar solos de por vida, escuchamos la radio para no estar solos, vemos la televisión para no estar solos, nos gusta identificarnos con todo para no sentirnos solos.
No sé qué es más triste, si desear la no-soledad, necesitar la no-soledad o que te sea indiferente la no-soledad o que la no-soledad te dé un pavor inconmensurable.
En fin, somos tantos millones de millones en donde prácticamente es imposible estar solo, aunque Séneca o algún otro romano por ahí, si mal no estoy (cosa que bien puedo estarlo), se sentía solo en medio de Roma.
†
Eynard: Nacemos solos y morimos solos. Quien niegue esta realidad niega la identidad, la entidad del uno mismo. Sólo los ingenuos huyen de la soledad, porque los demás sabemos que es la única que nos acompaña durante todo el camino.
Así es, qué otra nos queda si estamos tan solos…