En una plática trivial, mi madre mencionó con orgullo y alegría que el Himno Nacional de Guatemala era considerado uno de los más hermosos del mundo. Cuando dijo eso fruncí el ceño de inmediato y repliqué con desazón que eso para qué nos sirve. ¿Acaso somos libres, tal como lo afirman algunas estrofas del himno? Entonces es inútil apreciar su belleza si la mayoría de sus versos nada tienen que ver con la realidad actual del país.
Mi madre se molestó por mi comentario, quizás con justa razón o quizás no.
La única vez que entoné el himno con todo el fervor patrio que se puede llevar en el corazón fue durante la manifestación del 27 de agosto de 2015, porque ese día decidí ponerle un alto a mi apatía y empecé a observar la situación del país con una mirada más crítica, pero también más humana. Mientras todos exigían la renuncia de Otto Pérez Molina, yo descubría algo nuevo dentro de mí: sabía que a partir de ese momento no volvería a ser indiferente ante la corrupción, la desigualdad, la pobreza y la miseria que nos tienen de rodillas como país.
Y más allá de manifestar soy consciente de que todo cambio empieza por mí, por ese pequeño universo que soy yo, pues con qué solvencia moral podría exigir cambios a nivel sociopolítico si yo misma soy apática ante la situación. Sin embargo, aunque todos tenemos la posibilidad real de hacer algo en pro del país desde nuestra posición, los problemas que enfrentamos a nivel nacional tienen esa fuerza cuya magnitud puede fácilmente arrastrarnos hacia ella y olvidar cualquier atisbo de esperanza de cambio. Al escuchar el comentario de mi madre esa fuerza me arrastró hacia sí. Porque al leer tantas noticias relacionadas con gente que muere en los hospitales por falta de insumos, al sentir mi propia paranoia enfermiza apoderándose de mí al caminar por las calles de la ciudad a raíz de la delincuencia, al ver cómo los funcionarios públicos despilfarran los fondos del Estado y cómo Alejandro Maldonado justificaba y defendía de forma enardecida la aprobación del salario diferenciado hace unas semanas, esa fuerza tan destructiva me arrastró hacia el abismo del pesimismo y la desesperanza.
Y en ese orden de ideas, escuchar y entonar el himno nacional solo me provoca indignación. Y aunque esa actitud no me enorgullece en absoluto, sí me hace reflexionar, meditar cada estrofa del himno y darme cuenta que la única manera de transformar esa emoción tan negativa sería armarme de valor y empezar a caminar por la senda donde transitan los valientes, aquellos hombres y mujeres que cuestionan el sistema y actúan en consecuencia con la noble intención de un mundo mejor. Es ahí donde quiero andar.
Respecto a mi madre y sus opiniones, las respeto aunque sea a regañadientes. De hecho, si no fuera por su optimismo y por su amor incondicional quizá nunca hubiese escrito estas líneas, ni otras que he plasmado en este espacio. No sé si al leer esto mi mamá se incomodará, se alegrará o me recriminará, pero en lo profundo de su ser sabe que ella junto con mi padre me educó de tal manera que no puedo anhelar otra cosa que no sea un país mejor. Y de paso, un mundo mejor.
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¿Quién es María Alejandra Guzmán?