La Guerra cristera (Historia contrarrevolucionaria III)


Rodrigo Vidaurre_ Casi literalEn 1926, diversas bandas de rancheros y campesinos católicos se alzaron contra el gobierno federal mexicano al grito de «¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!». De esta forma iniciaba la Guerra cristera, un conflicto armado que duraría más de tres años y dejaría alrededor de 250 mil muertos.

Las guerrillas cristeras, apoyadas en parte por el episcopado mexicano y algunos cuadros sindicalistas, se rebelaron contra la llamada «Ley Calles», una modificación al Código Penal promulgada por el entonces presidente Plutarco Elías Calles, que buscaba poner a la Iglesia bajo el control del Estado. Al mismo tiempo, Calles promovió la creación de una iglesia cismática subordinada al poder ejecutivo y expulsó a cientos de sacerdotes extranjeros.

La Guerra cristera le es incómoda a la historia oficial, por lo cual se le suele presentar como un desacierto del presidente Calles y su extremo secularismo. Sin embargo, es importante recordar que la Constitución de 1917 —la carta magna vigente en México hasta hoy— formulada por la Revolución Mexicana e inspirada por la Reforma de Benito Juárez, es la que presta el fundamento anticlerical a la subsecuente Ley Calles.

Al entender la Guerra cristera en oposición a la Revolución mexicana comenzamos a notar patrones familiares. Un gobierno progresista toma el poder en un país profundamente cristiano y procede, a punta de espada, a sacar a la Iglesia del espacio público y reemplazarla por el Estado. En respuesta, los creyentes más devotos se unen a la contrarrevolución buscando reivindicar sus derechos de culto. Si bien la Guerra cristera es de las pocas contrarrevoluciones explícita y exclusivamente religiosas, el enfrentamiento de revolución contra religión es algo que encuentra muchos ecos a través de la historia.

Existe una explicación que va más allá de la masonería personal de Calles. Las teorías humanistas del Estado llevan consigo elementos de vanidad, de avaricia material y de falsa finalidad que siempre las pondrán en conflicto con la religión. Asimismo, quienes creen que sus derechos vienen de Dios y no de ningún poder secular representan una amenaza para los gobiernos. La Revolución mexicana, como toda revolución, encontró en la Iglesia no solo una institución con suficiente poder como para desafiar su hegemonía, sino también una brújula moral inamovible que estorbaba sus esfuerzos de transvaloración y culto al Estado.

Cuando la revolución cuenta su propia historia, los obispos suelen encontrarse entre los malos. En la historia nacional de muchos países aparece la imagen de una Iglesia reaccionaria, beligerante, que insiste en invadir la esfera pública. De aquí nuestros miedos a la Handmaid’s Tale de una teocracia violenta que infrinja sobre nuestras libertades. Es un miedo válido, si es que alguna vez estuviera cerca de realizarse. Por otro lado, no hay que olvidar el peligro mucho más real de aquellos que, bajo las banderas del progreso y la racionalidad, buscan invadir la esfera privada y quitarnos el más sagrado de nuestros derechos: la libertad de conciencia.

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