«Casco Queen»: sentir para saber


Javier Stanziola_ Casi literalLlegué al performance callejero «Casco Queen» con mucha aprensión. Su protagonista, Maritza Vernaza, y yo compartimos una historia rocosa. Nos conocimos hace diez años cuando creíamos que como directores en el Instituto de Cultura de Panamá podríamos cambiar el mundo.  Tras decidir no apoyar el capricho del entonces presidente Juan Carlos Varela —de invertir casi todos los recursos del Instituto en remodelar una iglesia católica de manera que contravenía las leyes de preservación histórica—, ambos nos retiramos de la vida gubernamental.

Poco después comenzamos a colaborar en el accidentado mundo teatral panameño. Dejamos que una de nuestras primeras colaboraciones fuese manchada por Diego Montoya, un director de teatro homofóbico y, como resultado, por mucho tiempo no nos hablamos. Luego, un gestor cultural de peso y alcurnia nos contrató para que trabajásemos en una consultoría juntos, con el propósito, en parte, de crear un espacio para la reconciliación.

Desde entonces Maritza y yo hemos sido cómplices en varios proyectos culturales que hemos dado a luz (los más reconfortantes) y muchos otros que se han quedado en el tintero (de los que se aprende tanto). Yo temía que, al llegar al escenario del performance —la plaza frente a la iglesia que el expresidente Varela mandó a remodelar para intentar resolver sus problemas maritales— no pudiera ver al personaje que sabía que Maritza había estado desarrollando durante tanto tiempo junto al dramaturgo Arturo Wong Sagel. Pero no es por nada que Maritza Vernaza es una de las mejores actrices de su generación.

En la plaza nos recibió un grupo de jóvenes encomparsados que lograban encontrar un balance entre revisar que ya hubieses pagado el boleto y vestir gustosos a los participantes de comparsa. Cuando ya estábamos listos para empezar, una chica nos informó de qué trataba el tour que estábamos a punto de empezar por el área de Casco Viejo de la Ciudad de Panamá. Justo en medio de la explicación escuchamos a nuestras espaldas a una mujer, su majestad Elena Isabel, halando una maleta, vestida con mallas de leopardo a cuerpo entero, un afro glorioso y unas zapatillas doradas.

Elena Isabel no tenía tiempo para presentaciones ni explicaciones. Nos anunció desde lejos que estaba muy vieja para estas cosas y que necesitaba de un hombre para cargar su maleta. Sin muchas vueltas, pero con mucho coqueteo, escogió a uno del grupo para que le ayudara y con eso todos nos enteramos de qué iba el asunto. Minutos después nos confesó que no tenía los permisos en regla para realizar este tour y que, si veíamos a un policía, actuásemos como si fuésemos turistas perdidos (y en una ocasión salimos todos los veinte participantes corriendo de una esquina del Casco hacia otra al ver a dos guapos policías en una acera). Antes de partir de la plaza, Elena Isabel me miró a la cara para preguntarme si sabía que el Museo del Canal antes era una oficina de correo. Fue como si ella me estuviese viendo por primera vez. Maritza Vernaza no estaba allí.

El tour por el Casco siguió a rumbo de comparsa, cantos de murgas y un carro alegórico, que en este caso era Elena Isabel montada en unos patines dorados para transitar las calles adoquinadas con la asistencia de los encomparsados. Poco a poco, sin que lo sintiésemos al principio, las carcajadas comenzaron a ser pausadas por un poco de historia social.

El Casco Antiguo de Panamá —uno de los sitios Patrimonio de la Humanidad— ha sido invadido otra vez. A pesar de que la Unesco determinó que parte del valor cultural de esa pequeña esquina del mundo son sus residentes, la gentrificación no se hizo esperar. La iglesia católica, los políticos de turno y los inversionistas locales e internacionales han desplazado a los residentes para construir hoteles, restaurantes y tiendas de lujo. A pesar de que la ley obliga a la construcción de viviendas sociales en el Casco, los Airbn-bineros y gringos de pecho rosado musculoso en bicicletas han invadido y desplazado a los residentes locales. Y Elena Isabel estaba allí para contarnos esa historia. No como historiadora. Lo de ella es el chisme y el pequereque. Lo de ella es decirnos —no de voz, pero sí desde su cuerpo— que se está organizando para evitar que más gente «sospechosa» siga invadiendo su barriada.

Cuando pensaba que yo no podría procesar más historias de injusticia, llegamos a la última parada del tour. Durante más de diez años la escuela Nicolás Pacheco ha servido de hogar a decenas de familias que fueron desplazadas. Al entrar, los encomparsados nos pidieron no tomar fotos y respetar que estábamos entrando a la casa de muchas familias. Y me salieron lágrimas por los ojos.

Una niña y un niño abrieron la puerta del aula de clase donde viven y nos sonrieron. Ella estaba recién peinadita. Él nos miraba con una mezcla de curiosidad y preocupación. Esos niños nacieron allí. Las lágrimas siguieron y no he dejado de pensar en el sistema que permite la normalización del abuso infantil. En todo esto perdí de vista a Elena Isabel para luego verla interpretar a una Norma Desmond latina bajando escaleras hacia el patio de la escuela, desde donde hace una gran revelación con la que termina el tour.

Al salir de la escuela, Elena Isabel se tomaba fotos con los participantes. Yo le pedí a uno de los encomparsados que nos tomase una. Elena Isabel les ordenó «sí, sí claro». Me paré junto a ella y, posando, le dije que la escuela me hizo llorar. Sentí que Elena Isabel me miraba. Maritza, de vuelta, me respondió: «Esa era la idea: que la gente sienta para saber».

Ver todas las publicaciones de Javier Stanziola en Casi literal

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

5 / 5. 9


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior