A principios de mayo corría como hormiga por los pasillos de ministerios y escuelas la misma pregunta: ¿qué significa la palabra austeridad? O para ser más precisos, ¿qué significa la austeridad anunciada por el Excelentísimo señor presidente precisamente en tiempos de desempleo? O para ser exactos, ¿a quién exactamente le tocará vivir en austeridad?
Para matar tales cavilaciones que tanto afectan la muy sagrada productividad, el excelentísimo firmó a principios de julio un decreto prohibiendo el uso de rollos en la cabeza. Y como mucho de lo que hace el Excelentísimo, una simple firma ha tenido efectos infelices, pero ha logrado, sin duda, matar los hormigueos de la austeridad.
El decreto antirollo obliga a miles de guardias de seguridad de nuestro país, que sabemos usan rollos en la cabeza en la intimidad de sus hogares, a tener que multar y, en algunos casos, detener y encerrar en jaulas de plástico a cualquier vecino, primo o hermano sedicioso que ose salir a la calle con rollos en la cabeza. Como resultado, apenas un padre de familia entra con rollos en la cabeza a una reunión de padres de familia —en particular si dicho padre es de sexo masculino— se produce un revuelo agotador entre los guardias de seguridad. Un rollo y el par de ganchos que los conecta a los cabellos de su usuario producen una oleada amarga que lleva al desafortunado ciudadano y a sus adorados rollos a un destierro zapalloso leyendo cuentos de Julio Cortázar.
No nos consta, pero hemos escuchado que es tal la devoción al Excelentísimo que a principios de agosto se reportaron tristes casos de guardias de seguridad que se multaron entre ellos mismos, y en un par de ellos, se encerraron en una jaula de plástico junto a sus vecinos, primos y hermanos sediciosos.
Este simple decreto ha disminuido los cuchicheos sobre los efectos de la austeridad, es cierto, pero también ha aumentado la humillación que enfrentan los rollos. Íconos maleables que se producen localmente en fábricas que pagan a sus empleados por debajo de la mediana salarial, los rollos han intentado por todos los medios remediar su nueva triste condición de marginados. Apoyados por organismos internacionales, a principios de septiembre organizaron en los museos que visita la gente que tiene seguro médico privado numerosas exposiciones sobre las contribuciones culturales y sociales de estos entes tubulares desde el Imperio Babilónico.
Apoyados por los culturosos criollos, a principios de octubre produjeron documentales retratando la diversidad de grandes rollos históricos y su impacto en la sagrada productividad. En noviembre usaron sus ganchos como brazos y piernas para desfilar por todo el país, demostrando su orgullo patriótico.
Pero ha llegado diciembre y la situación de los rollos aún no ha cambiado. A estos nobles seres les ha tocado descubrir, como a tantos otros marginados, que eso de la cultura clasemediera de museos con horarios de 10 a 4 y documentales abstractos en blanco y negro es pura paja mental.
Claro, son solo unos humildes rollos. Unos simples rollos que dejaron de ser decorativos y funcionales por decreto para convertirse en una voz más exigiendo derechos y una herramienta más del Excelentísimo. El gobierno ha hecho caso omiso a la causa de los rollos porque gracias a ellos han logrado que la austeridad siga su forma amorfa, afectando a los que habitan los espacios más alejados del poder.
Pero cuidado, Excelentísimo. Las guerras empiezan por el contacto entre los marginados. No ocurra que amanezca enero con los rollos y los guardias de seguridad compartiendo la misma cuna de cartón que su esposa está donando a todos los marginados afectados por la austeridad. Dentro de esa cuna, los rollos y los guardias de seguridad podrían compartir vivencias de otros obsequios de cartón de la primera dama que surgen de esos programas de buenismo inútil disfrazados de lucha contra la desigualdad.
En contacto dentro de la cuna de cartón, los rollos y los guardias de seguridad pueda que decidan cubrirse de espinas. No sea que en febrero, Excelentísimo, los guardias de seguridad ayuden a los rollos a vestirse de acero, hacerlos rodar hacia arribar y derribar las puertas de cristal que lo protegen. No sea que en un día luctuoso de marzo los rollos enfilen sus ganchos y presenciemos finalmente las consecuencias infelices de la austeridad de los últimos treinta años.
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