Ayer por fin pude ver Una mujer fantástica, la película chilena ganadora de aquel muy colonialista premio «Óscar a la mejor película de 2017 en otro idioma que no sea el del imperio». Mi morosidad de casi un año ha resultado en la revocación de mis membresías en todos los grupos LGBTIQ de la región y otros correctivos demasiado terribles para ser documentados en esta revista. Sin duda, la escala de las vejaciones que he sufrido hasta ahora solo aumentará al confesar que la galardonada película, a mi parecer, no es tan fantástica porque es víctima de la obsesión de los cineastas de moda por lograr imágenes bellas sin importar ideologías ni diálogos.
Pero algunas veces vale la pena el infierno. Y es que esta película no es solo guiada por una estética que complace principalmente a dueños de cámaras y software para hacer películas bien priti. Como muchas otras, Una mujer fantástica somete las dinámicas de la diversidad sexual a un patrón definido por la misma olla heterosexual que las ha calcinado por tantos años. Marina, una talentosa mujer trans, es definida en esta película principalmente por su relación con personas heterosexuales. Ella camina por todo Santiago de Chile en busca de la aceptación de hombres y mujeres heterosexuales, demostrando su capacidad de navegar amordazada a la violencia de hombres heterosexuales y controlando el cruel impacto del poder disfrazado de caridad de una trabajadora social heterosexual. En efecto, los personajes LGBTIQ que vemos en la mayoría de las películas de las últimas décadas y ―debo aceptarlo― obras de teatro que he escrito y producido buscan desesperadamente la aprobación de heterosexuales (en el poder) para validar su existencia, al punto de raparse el pubis para no causar ofensa y poder entrar en el muy conservador contrato llamado matrimonio, como bien lo ordena Lupita Ferrer. Salen del armario con gran ímpetu, proclamando la altamente sediciosa consigna de «soy lo que soy sin importar mi entorno» solo para detenerse segundos después a explicar dónde se ubican en una gama de diversidad sexual arbitraria. Su liberación termina con la aclaración de que son completamente iguales a los heterosexuales (en el poder, mas no a los heterosexuales marginados, pues no hay espacios para indígenas, desempleados, pobreza extrema, obesos, discapacidad, ni vellos en la espalda en el imaginario de las películas comerciales sobre la diversidad sexual).
Aun peor: si el público heterosexual no está listo para comprar entradas a una película que muestre la fluidez de la orientación sexual y biológica que es natural a los seres humanos, la realidad es censurada. Es por eso que lo más lamentable de Una mujer fantástica es ver cómo desaprovechan al personaje de Orlando: un empresario en sus cincuenta, con dos hijos, dos matrimonios (suponemos) y que mantiene una relación sentimental con Marina. Mientras que la película explora en detalle los esfuerzos de validación interna y externa de Marina, a Orlando solo lo olemos por unos minutos para luego verlo flotar por la trama con las etiquetas de loco (según su hijo mayor) y pervertido sexual (según su esposa o ex esposa, uno de los tantos detalles que no quedan claros porque en el siglo XXI eso de los detalles son para la generación que no entiende de caos ni revolú guionístico). Quizá loco y perverso, Orlando es el personaje más humano de la película, alguien que parecía estar totalmente cómodo con su fluidez sexual, aceptando calladamente las flácidas evoluciones que el tiempo hacía sobre su cuerpo. Puede que por esos asuntos de enfoque la película dedique tan pocos segundos a Orlando, pero lo dudo; ya hemos establecido que eso de guiones enfocados es una peculiaridad del siglo pasado y personas que no entendían de novelas de 140 caracteres. No, no hablamos a fondo de los Orlandos de este mundo en las películas comerciales que abordan la diversidad sexual porque ellos destruyen el mito de los LGBTIQ con pubis angelicales, enlodan las aguas del activismo pro-matrimonio y le quitan llama a olla heteronormativa que nos cocina. No hay mucho espacio en estas películas para seres humanos sin etiquetas sexuales y que realmente entienden que la diversidad sexual no es un espectro que se define desde afuera pero que se vive, y mucho oprimimos, desde adentro.
Otra igualmente bella película, La chica danesa, cuenta la historia de «la vida real» de un intersexual a principios del siglo XX y sus batallas con un gremio médico y quirúrgico que no entendía de diversidad biológica. Pero eso de la información científica sobre intersexuales, que antes llamábamos hermafroditas, enreda a los heterosexuales (a todos) y reduce el poder que tienen para decidir su validez moral. Como resultado, la película nos narra la historia del mismo personaje histórico, pero como una mujer trans que decide buscar su propia voz y cuerpo, los cuales encuentra para luego detenerse a explicar que en realidad ella es como el resto de los heterosexuales (en el poder). Este abordaje del tema esconde la compleja realidad de su intersexualidad (que solo luego de esta película se ha puesto en duda) y les sirve a los heterosexuales el plato calientito de «otro dilema que resolver».
La consigna de «soy lo que soy» debería ir acompañada por «y quizá sea otra cosa mañana», pero agradecidos (quizá) o temerosos (lo más seguro) de que anulen la validación que nos han otorgado no hemos sabido aprovechar el incipiente poder que ahora tenemos para contar nuestras historias en nuestros términos. Hemos permitido que se convierta en fórmula de guion la constante definición y justificación de nuestra existencia. Al hacerlo evitamos abordar de fondo temas culturales, religiosos, sociales y económicos que siguen alimentando el prejuicio y la discriminación. Ya la excusa de la película priti y poética no es suficiente para evitar narrarnos como somos.
[Foto de portada: Benjamín Echazarreta/ Sony Pictures]
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Excelente