Carson McCullers: Tiempo desarmado o el desconocimiento de sí (II)


Juracán_Perfil Casi literal[Click aquí para leer la primera parte]. En 1937, Lula Carson Smith contrajo matrimonio con Reeves McCullers, un cobrador originario de Carolina del Norte que aspiraba a ser escritor y conocía a la madre de Carson. Él estaba por enlistarse en el ejército y ella vio en él la posibilidad de «conocer el ancho mundo», así que llegaron a un acuerdo: ella seguiría escribiendo, él la apoyaría y, más tarde, ella haría lo mismo por él. Sin embargo, ambos eran alcohólicos y esto suponía un escollo para la comunicación entre ellos (bebían una botella de coñac al día). Además, él tenía una pareja homosexual fuera del matrimonio y la había engañado con una amiga. Entre conflictos conyugales terminaron divorciándose. Ella se mudó a casa de George Davis, editor de Harper’s Bazar, quien publicó su primer libro.

Curiosamente, Reeves continuó escribiéndole a Carson desde los frentes de batalla en 1944 durante la Segunda Guerra Mundial. Terminada la guerra se volvieron a casar y se mudaron a París, la ciudad que Reeves había ayudado a liberar. Sin embargo, él padecía de depresión y vivía inmerso en el alcohol. Por aquella época Carson sufrió un derrame cerebral y su esposo le propuso un suicidio doble, lo cual ella no aceptó y se separaron definitivamente. Reeves terminó suicidándose a solas en un hotel de París sin que ella pudiera descifrar las causas de su depresión dado que eran anteriores a la guerra.

Aquí es donde lo político se une a lo psicológico: el desarraigo cultural norteamericano está en las reflexiones de algunos de sus escritores más reconocidos —Walt Whitman, Mark Twain, Ernest Hemingway, William Faulkner, Emily Dickinson, Sylvia Plath, John Steinbeck, Toni Morrison— visto por algunos de ellos como una celebración de la libertad, mientras que otros lo vivieron como una orfandad que aún suspira por Europa («Wunderkind», el primer cuento de Carson McCullers, nos brinda su percepción sobre la música clásica y todo lo que ello implica). En autores estadounidenses más recientes este desarraigo cultural fue representado como una urdimbre inextricable donde el yo colectivo es una alucinación violenta, mientras que la individualidad es una especie de iluminación atesorada hasta la muerte («Un árbol, una piedra, una nube»).

Muchas veces se ha dicho que en Estados Unidos se vive una adolescencia prolongada, pero esto ya no se aplica solamente a la sociedad estadounidense. El yo trascendente heredado del romanticismo a la modernidad quedó disuelto por la Segunda Guerra Mundial y la identidad misma del occidental no tiene ya otras referencias que edificios arruinados: la iglesia, la prisión, las entidades de gobierno. Los hombres que aparecen en su literatura representan al Estado y la ilusión de unidad ante la historia, reflejando también su relación con estos: John Singer es el hermetismo de su padre, Jake Blunt es Edwin Peacock con su discurso socialista, Penderton es Reeves envejecido; y Biff Brannon su editor coleccionista de gente rara. Más allá de esos no-padres está «El transeúnte»: abstracción del hombre en el siglo XX que ve pasar como una ilusión ciudades y personas, tratando en vano de ignorar que la frontera inexorable es el tiempo mismo.

Tengo la sospecha de que Mickey y Mallory, los personajes de la película «Nacidos para matar», están basados en Jasmine Addams (o la propia Carson McCullers) y Marvin Macy, el esposo criminal de Miss Amelia (o el Reeves McCullers de la vida real, peleando sangrientos combates en Bélgica y Luxemburgo).

Pero volvamos a Carson McCullers. De vuelta en Estados Unidos pasó a formar parte de una selecta comunidad artística de posguerra entre los que se cuentan, entre otros, Tennessee Williams, Benjamin Britten, George Davis, Truman Capote, Gypsy Rose Lee, W. H. Auden y Annemarie Clarac Schwarzenbach. Sus novelas más conocidas fueron llevadas al cine y ganó la beca Guggenheim en 1946. Fue reconocida como miembro del Instituto Nacional de Artes y Letras, Frankie y la boda (The Member of the Wedding) fue llevada al teatro de Broadway con éxito por Tennessee Williams y recibió el Premio Henry Bellaman. Todos estos fueron los años de sus amores lésbicos (aunque no correspondidos), del vino y la cerveza, y de las reflexiones sobre el porqué y las formas necesarias en la literatura, que quedaron recogidos en su autobiografía: Iluminación y fulgor.

Su última obra, Reloj sin manecillas, es precisamente una metáfora del tiempo desarticulado, mientras pasaba sus días hospitalizada luego de que le amputaran una pierna. Este último libro fue publicado de manera póstuma y recibió críticas adversas: ¿por ser ella alcohólica? ¿Por bisexual? ¿O porque finalmente dejaba de lado las insinuaciones, señalando claramente su postura frente al racismo, el legalismo hipócrita, la religiosidad conservadora y el comercio estadounidense sin ningún tipo de ética? En esta novela empezaba a anunciarse el problema actual: hallarle significado a un tiempo vivido entre personas y lugares que resultan ajenos, que no se convierten jamás en un «nosotros» y continúan de manera automática, mientras que, lo que se va desarmando, es el propio cuerpo.

Carson McCullers murió a la edad de 50 años —con aspecto de una adolescente envejecida— luego de varios ataques cardiacos, sufrir cáncer de seno y una hemorragia cerebral.

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