Hace muchos años, en Managua, alguien le hizo creer a mi madre que yo era un niño demasiado brillante para el grado que me tocaba cursar. Semejante mentira, pero mi mama se la creyó enterita y pronto me la hizo creer a mí también.
A pocos días para que iniciara el año escolar, retó al colegio a que me hiciera un examen de nivelación, y al mismo tiempo, casi en secreto, contrató a una vecina llamada “Doña Coco” para que me hiciera “repasar” todas las cosas que supuestamente yo ya tendría que saber, y así llegar mejor preparado al examen. La vecina pronto se dio cuenta de que en realidad yo no era ningún niño prodigio, y ante la presión del examen que se me venía encima y que la terminó estresando más a ella que a mí, se embarcó en una empresa heroica para enseñarme en menos de dos semanas los departamentos de Nicaragua, así como sus principales ciudades, sus lagos y lagunas, sus volcanes, sus ríos y sus cordilleras; la historia del país en su versión escolar, desde la época precolombina hasta Sandino; el significado de los colores de la bandera, de los elementos del escudo nacional y los demás símbolos patrios, y a cantar el Himno Nacional (que por suerte, solo tiene dos estrofas, aunque nunca supe en qué momento terminaba una y cuándo empezaba la otra); además, a conjugar las personas gramaticales en los tres tiempos del verbo, y por último, a multiplicar y dividir.
Fue en esos días, en la casa de la improvisada profesora y bajo un mango sembrado en un patio frontal que aún hoy sigue exactamente igual a como lo recuerdo, y con la ayuda de varios textos educativos viejos, que me di cuenta de la existencia de un tal Rubén Darío que en aquel entonces no me provocó ni el más mínimo interés; pero no sucedió lo mismo cuando gracias a esos libros también me di cuenta de que supuestamente a pocas cuadras de mi casa había un lago enorme llamado Xolotlán con más de 1,000 kilómetros cuadrados, conectado a otro llamado Cocibolca aún más gigantesco como un mar con más de 8,000 kilómetros.
También aprendí que Nicaragua tuvo un presidente gringo llamado William Walker y supe la historia de la heroica Batalla de San Jacinto gracias a una pintura famosa en la que un tal Andrés Castro aparecía lanzando una piedra en la cara a un filibustero (tanto la leyenda como la pintura llegaron a ser tan famosas, que condenó a Castro a aparecer con una o con muchas piedras en cualquier representación suya que se hiciera a partir de entonces); y que no menos heroico fue lo que hizo una joven llamada Rafaela Herrera, que desde un fuerte recibió a cañonazos a unos piratas ingleses que se asomaron por el río San Juan hasta hacerlos retirar.
Y también me di cuenta de la historia de unas tales huellas de Acahualinca que, al igual que el lago, también estaban cerca de mi casa y que dejaban evidencia de la huida horrorizada de nativos prehispánicos ante la erupción de un volcán.
No pude evitar fantasear con todos esos sitios, imágenes y momentos históricos, y mi interés aumentó al saber que algunos de ellos se encontraban cerca de mi casa. Recuerdo que pasaba viendo los mapas de los libros y ahí estaba el lago Xolotlán con su forma de pez y por ahí cerca del lago también decía «Huellas de Acahualinca», pero lo que no decían los mapas era dónde me encontraba yo bajo aquel mango de la casa de Doña Coco.
Ante mi creciente interés por el lago y por las huellas de Acahualinca, un día a Doña Coco se le ocurrió proponerme algo y sus palabras nunca se me olvidaron:
—Si para antes de las 4 de la tarde te aprendés las tablas del 8 al 10, hoy mismo te llevo a conocer el lago.
Y añadió que si me aprendía todo lo que ella me enseñara y ganaba el examen del colegio, me llevaría a conocer las huellas de Acahualinca.
Para esa misma tarde ya tenía aprendidas las tablas, pero el imperdible final de una telenovela colombiana que sintonizaba Doña Coco la clavó a la mecedora de su sala y me truncó la ilusión de conocer el lago. Sin embargo, aún me quedaba la esperanza de que me llevara a conocer las huellas de Acahualinca, y eso fue lo que me llevó a concluir aquel entrenamiento de aprendizaje intensivo en su casa y responder el examen de nivelación. Al final lo gané raspado.
No me pasaron de primero a cuarto grado, como hubiese querido mi mama (prácticamente le dijeron que tampoco anduviera arriba de los cocos), pero al menos me exoneraron de segundo y pasé directo a tercero. A decir verdad no estuvo tan mal, considerando que fue con apenas un par de semanas donde Doña Coco sin poder salir a la calle y motivado por unas huellas con más de dos mil años de antigüedad.
Un día tuve que conocer el lago sin que Doña Coco me llevara, pero todavía sigo sin conocer las huellas de Acahualinca. Aun así, no podría dejar de agradecerle a Doña Coco por todas las cosas que me enseñó con mucha paciencia, aunque sé que jamás se podrá imaginar que yo esté hablando de ella en este momento. De hecho, ni siquiera sé si Doña Coco aún se acuerda de que alguna vez fui su alumno y que gracias a ella terminé la primaria un año antes.
De todas formas, feliz día del maestro, Doña Coco.
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Hermosa historia querido Alfonso, y estoy segura que la percepción que tuvieron en relación a su genialidad no estaba equivocada, ya que en una semana usted pudo avanzar dos grados y a la fecha, creo que es un gran escritor, como siempre le he dicho. Gracias por compartirla con todos nosotros.