«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
San Marcos 15.34
Alguna vez un soldado norteamericano, durante la guerra de Vietnam, dijo que llegó a aquellas tierras con su bandera protegiendo su pecho y su fe resguardado su corazón, pero que volvió sin saber quién era y si esos rezos habían servido para algo. La vida de aquel viejo soldado seria, en ese sentido, muy parecida a la del ateo que reza en el poema de Unamuno. Sus sueños desparecidos deben estar en alguna parten entre el valle del Calvario y las calles de Saigón. Su fe, alguna vez omnipresente, debe permanecer atormentada de escuchar: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
¿Cuál es el limite de fe? ¿Hasta dónde llega la capacidad de creer? La de aquel soldado quizá duró hasta la primera bala o talvez perduró hasta que una de ellas llego a su cuerpo. Voltaire diría que Dios hizo al hombre a Su imagen y semejanza, pero que de la misma forma procedió el hombre con él. Camus diría que a Dios se le supera luego de entender el absurdo. Pero quizá fue el mismo Jesús quien respondió aquellas preguntas mientras mencionaba las palabras del inicio en una cruz.
Algunos aseguran que lo que presuntamente ocurrió fue que él citó el Salmo 22, siguiendo la tradición judía de mencionar solamente el comienzo para que el público siguiera mentalmente a lo demás. Otros tantos (realmente no lo dice nadie, pero de alguna forma debía justificar el título) dirían que en ese momento Jesús (Dios) se volvió ateo. Esta segunda postura, más allá de la ironía, tiene la suerte de poder ser interpretada como se nos dé la gana, parafraseando mal a Nietzsche para intentar sonar inteligente: «Dios murió cuando dejó de creer en Él mismo».
El soldado en Vietnam no perdió su sentimiento patriota por un tiro, sino porque dejó de verse a sí mismo como un héroe. Él quizá no lo sabía, pero su mundo se volcó en el momento en que abrió su mente a la posibilidad de estar haciendo algo mal y se terminó de atrofiar cuando no logró discernir si era el bueno o el malo de la historia.
La duda lo destruye todo, arrastra lo que siempre se dio por hecho y nos deja desnudos ante nuestra ignorancia infinita. La duda —tanto la del hombre en una cruz como la de un soldado en medio de la batalla— construye un mundo distinto, uno más oscuro, pero también más real. De esta forma, el día en que el soldado perdió la fe aborreció su duda así como un hombre sobre una cruz aborrecía la propia.
Aquel soldado llegó a su casa sin saber quién era él. No se reconoció en el espejo y ante la partida de aquello en lo que creía entendió que estaba solo. Por otro lado, quizá muy cerca del soldado, otro hombre se arrojaba de un puente luego de no entender por qué su padre lo había abandonado. El soldado, que no podía dejar de preguntarse sobre la ética de su labor, de forma milagrosa volvió a estar cerca de Dios, pues esa noche ambos se habían vuelto ateos.
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