Roma era un sueño


Darío Jovel_ Perfil Casi literalLos liderazgos del mundo parecen tener una tendencia peligrosa hacia el autoritarismo. La globalización enriqueció a muchos países y regiones completas como Asia Pacifico hicieron de las ventajas comparativas un camino hacia la prosperidad. El mundo avanzó de tal forma que los ciudadanos chinos pasaron de morir de hambre a tener niveles de vida similares o incluso mejores que los de Latinoamérica en menos de medio siglo.

Uno podría pensar —como en efecto muchos lo hicieron— que la caída de la Unión Soviética, el fin del socialismo en Europa y el fin de la Guerra Fría les pondría punto final a los extremismos en el mundo. Tanto fue el entusiasmo que un politólogo de apellido japonés, pero nacido en los Estados Unidos, llegó a anunciar «el fin de la historia». La realidad fue mucho más amarga.

El siglo XXI ya ha dejado en claro que ese fin de la historia está lejos, que aquellos que hablaban de que el final de la Guerra Fría era el génesis para la paz perpetua fueron igual o más idealistas que aquel presidente estadounidense que juraba que la Primera Guerra Mundial sería «la guerra que pondría fin a todas las guerras», cuando solo veinte años después hubo una diez veces peor.

Hoy estamos viviendo otra guerra a gran escala en Europa gracias a la invasión rusa a Ucrania con tanques, cazas de combate y artillería pesada; un intento de mover las fronteras europeas que habían quedado selladas con sangre y fuego luego de la Segunda Guerra Mundial y que hace unos meses hubiera sido una idea absurda.

En Estados Unidos llegó al poder Donald Trump, un hombre antipolítico y antipolíticos con una agenda que buscaba dejar de lado el libre mercado y volver al proteccionismo de mediados del siglo XIX. Este hombre puso dudas sobre los que aparentemente iban a ser los grandes temas del siglo (cambio climático, economía circular, transformaciones culturales, democratización, etcétera) y se volvió a una suerte de guerra comercial contra China. En 2020, tras perder la reelección presidencial, sus simpatizantes tomaron el congreso en protesta por un supuesto fraude, pero que en el fondo era una protesta a la política tradicional de su país y al proceso de globalización que su propia nación inició en 1945. La «revolución» que la URSS nunca logró la hizo posible este empresario multimillonario criado en Wall Street. Si a Ayn Rand le hubieran dicho que un magnate neoyorkino sería capaz de tal cosa, quizá se habría quemado La rebelión de Atlas.

Pero las singularidades vividas en Estados Unidos bajo el mandato de Donald Trump y posterior a este no son exclusivamente su culpa o su logro, según cómo el lector desee juzgar dichos hechos. Desde hace años en ese país se vive una cada vez más extrema polarización que, por defecto, se ha ido extendiendo al resto del mundo. Los ciudadanos toman posturas cada vez más radicales tanto hacia la izquierda como a la derecha: las personas están dejando de entenderse.

En Europa el fascismo sigue vivo, pese a que hace 80 años se libró la peor guerra en la historia de la humanidad para combatirlo. Hoy está lejos del poder, pero vivo. En América Latina Hugo Chávez sembró a su propia generación de líderes que desmantelaron instituciones y destruyeron las economías de los países que gobernaron: desde Argentina hasta México, pasando por Ecuador, Bolivia y Nicaragua. Estas tendencias a los extremos (a la derecha en Europa y la izquierda en Latinoamérica, por dar solo unos ejemplos, aunque también hay líderes populistas de derecha en América y de izquierda en Europa) hacen más común la violencia de Estado y la posibilidad de llegar a consensos resulta cada día más complicada.

Un emperador dijo alguna vez que Roma era un sueño, que dejaría de existir el día que los romanos despertaran de él. La idea política detrás de Roma —explicada de forma muy burda y peligrosamente sencilla— era la del imperio-mundo: una nación que abarcara todo el mundo conocido. La paz se daría con todos los pueblos bajo una misma bandera y la prosperidad sería el comercio entre los siervos de ese imperio. Esta idea de Roma era imposible, una utopía, un sueño. Los políticos romanos desde los siete reyes, los de la República y finalmente los del Imperio sabían que todo aquello era una ilusión, pero también que esa ilusión sostenía la idea detrás de Roma hasta su caída, cuando tribus germánicas marcharon sobre la capital en el año 476.

Hoy los discursos que evocan a la violencia, la venganza o el odio son los que más resuenan, todos padecemos esa enfermedad de creer tener la razón absoluta y las ideas extremistas —bien sean religiosas, políticas o culturales— aún son aplaudidas por quienes dicen defender la democracia. Todo esto hace que los años venideros sean, como mínimo, pesimistas.

En la medida en que visones o posturas sobre cualquier tema que se les ocurra se polarizan más y más, las soluciones por medio del diálogo se tornan demasiado difíciles. Si en el mundo hay pocas reglas universales e infalibles, una de ellas es que todo conflicto acaba siendo solucionado, bien sea de forma pacífica o —como se hace en la naturaleza y de algún modo no hemos dejado de hacerlo nunca— por la fuerza. A veces Roma, la paz y el progreso parecen ser solo un sueño.

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