En Brasil los conocen como pipas, en Chile como volantines y en muchos otros países como cometas. Aquí se ven cada vez menos en el cielo. Solo aparecen en fechas específicas para servir de mensajeros o simplemente como un espectáculo colorido y lleno de imágenes que llevan a cualquiera por un viaje caleidoscópico.
Cuando era pequeña recuerdo emocionarme con la llegada de la época para volarlos, creyéndome toda una constructora y diseñadora de barriletes, compraba todos mis materiales para crear una nave aerodinámica —según yo—. En realidad nunca logre las medidas ni las dimensiones, mucho menos la forma.
Las varitas de madera nunca quedaron simétricas; el papel, maltratado y arrugado. Sus aletas de pescado lucían como algas de mar sin nada que hacer por ellas. La cola simplemente no cumplía con su función. Al final terminaba amarrando un hilo a una bolsa, ya con eso me emocionaba. La sensación era ir al pueblo, subirnos —los primos— al cerro y esperar a que el viento nos favoreciera. Verlos por los cielos era, sin dudar, todo un logro; era un momento de libertad total.
Cada vez son menos los soñadores en el cielo. No hace mucho vi algunos volando y la nostalgia me invadió. Se notaba que eran barriletes grandes, pues su forma y su gallardía se apreciaban a la distancia. Tienen muchos años de andar por los cielos, y como siempre, la tradición tiene un trasfondo religioso-cultural que funciona —en Guatemala— como una forma más de acercarnos a los muertos. Guatemala tiene los festivales de Santiago y de Sumpango que se celebran en noviembre, como los más representativos.
La elegancia con la que vuelan es insuperable. Las ganas de ser uno de ellos nunca faltan; la libertad con la que andan por los aires me llena de envidia. No sabía de su función como mensajeros de los muertos; para mí son soñadores que buscan tocar el cielo.
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