Y siempre hay magia en todas partes


Sergio Bernales_ Perfil Casi literalHace rato dejé de preocuparme por conseguir tal o cual libro. Sí: conseguir, no leer, hay muchas verstas de un verbo al otro, un tiempo de maduración voluntario en donde el placer postergado de la lectura es el estado supremo de la enfermedad. Juntar una biblioteca se parece a la trama de una novela rusa: joven piadoso de una ciudad sin librerías emprende una tarea vital y peligrosa, tanto para el bolsillo como para los amigos —que dejarán de entenderlo cuando pase del diálogo a expedir de referencias y obsesiones—, novias —que tal vez no consiga nunca— y, sobre todo, para esa parte suya compuesta cada día más de ficción que de una realidad.

Toda biblioteca privada y seria estará compuesta por su pequeña dosis de historia, escasos y vanidosos libros de crítica, caras biografías que algún amigo nos trajo de otro lado y algunos incunables privados. Aspira a la integridad, ese absoluto ilusorio perseguido como una droga y al que llegamos, como el tipo de la canción de Lou Reed, nunca temprano, siempre tarde; integridad mancillada, no sin remordimientos, en el que un titubeo catastrófico durante un viaje no puede ser resuelto por Amazon o alguna librería bonaerense que cobra precios exorbitantes por ése, el único, el que no se va a reeditar y que solo en sueños volverás a ver como propio, el inefable libro-dintel que completa ese edificio sin salida en el que nos hemos metido y disfrutamos perdiéndonos. Con el tiempo uno desarrolla la astucia necesaria para no dejar pasar esos momentos o elaborar estrategias, por duplicado el riesgo al vivir en un país donde las últimas dos librerías clásicas, polvorientas y de dueño barbudo, están en una lenta extinción. La primera, Argosy, sucumbió hace dos años cuando el edificio lo vendieron y terminó como fantasma dentro de una caja verdosa y transparente junto a una de las estaciones del nuevo y flamante Metro de la ciudad. La otra, La Cultural panameña, funciona desde hace años como un centro de saldos de sí misma y arca de libros en papel bond de casi todo el canon de autores nacionales, nunca agotado, nunca leído.

Ciertas señales acumuladas durante el Trayecto nos llevan, en nuestro afán completivo, a ciertos libros. Hace siete años leí por primera vez sobre la Trilogía de Deptford (Robertson Davies, 1913-1995), gracias a una entusiasta reseña del coach literario, creo, de casi toda mi generación: Rodrigo Fresán. En ese tiempo, también por él, empecé a escuchar a Warren Zevon y me terminé obsesionando con su tema For my next trick I’ll need a volunteer, que ya relacionaba, sin haber leído, con esta novela y que hasta julio de este año ha funcionado como subliminal banda sonora para esta novela cuyo tema principal es la magia. Magia: la literatura realista nunca perderá la capacidad sorprender, atrapar y obsesionar. La droga social que es el chisme, ADN de este librazo de 800 páginas, es el gran Centro Secreto de una trama de setenta años, pero cuyo tiempo narrativo real son los diarios, cuadernos y conversaciones con el que dos personajes narran la vida de los otros desde el gran momento inicial: la bola de nieve que esconde una piedra, lanzada por Boy Staunton a Dunny Ramsay, que, errando el tino, precipitará el nacimiento de Paul Dempster, alias Jules Legrand; alias Mungo; alias Cash; alias Magnus Eisenrgrim, catalizador secreto y diabólico de una historia atravesada por la Gran Guerra, los mitos, la hagiografía, la Depresión, el teatro y la magia, en la Canadá y en el mundo de la primera mitad del siglo XX.

Pero es el destino, eterna máquina triunfadora de la que somos esclavos, sobre la que cuenta la primera entrega, Fifth business. Ahí Dunny, solterón, profesor de historia, nos cuenta sobre la vida y muerte de su amigo/enemigo de la infancia Boy Staunton, y nos enteraremos —¡y todavía hay quienes dicen que no aprendemos nada con una novela!— cómo incubar a un bebé circa 1908.

The manticore es narrada por el hijo de Boy, David —abogado y dipsómano—, que parte hacia una clínica suiza luego de la muerte del padre, y es a través de sus diarios de terapia junguiana a la que es sometido, en donde nos enteramos del desarrollo ulterior del affaire Staunton. Davies la remata juntando a David con la troupe que rodea a Magnus Eisengrim en su refugio alpino, el más grande ilusionista del siglo XX.

Y por último, en World of wonders nos encontramos a un director trasunto de Bergman que llega al refugio de Magnus para filmar un documental sobre un tal Robert Houdin, actuado por él mismo, que sirve de excusa para recuperar su vida una vez desapareciera del pueblito canadiense Deptford, punto de partida de esta épica, y así nos cuente su vida desde que escapara con el circo a sus tiempos de tuxedo brillante alrededor del mundo, haciéndose un famoso escapista, como lo son todos los héroes: un poco ángeles, un poco víctimas y victimarios, un poco demoníacos. Parafraseo la novela, que parece haber dominado su sombra, personajes fuera de este mundo iguales a los monolitos conscientes surgidos de un sueño: emergen y brillan desde la nada y con el tiempo parecen esfumarse, pero están siempre ahí.

Si pueden robarla, háganlo, pídanla prestada o compren la de “Libros del Asteroide” que ya la sacó en Kindle u otro medio clandestino; pero no dejen de leerla porque si de algo carece Deptford es de partes flojas. En su variedad de registros mantiene una prosa diáfana que, sin embargo, no le resta lirismo a su ferocidad y belleza, complejidad y candidez. Su estela ahora flotará conmigo siempre, junto a la música de hace tantos años de un soundtrack ahora poblado de palabras e imágenes; y cuando Zevon, en su staccato de narrador enfisémico, congelado para siempre en la eternidad de un mp3, vuelva y diga “For my next trick…”, evocando así la imagen de dos niños persiguiéndose en trineo, sobre la nieve blanca de un pueblito canadiense.

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