Todavía con mucho sueño, me despedí de mis familiares en el aeropuerto antes de comenzar mi primera travesía a través del gran charco. Aquel gesto de afecto familiar me parecía demasiado pintoresco, pero comprendía que para mis familiares más cercanos, cruzar el Atlántico era como ir a otra galaxia, sin saber si habría retorno alguno.
En cierto sentido a mí también me causaba esa sensación de vértigo y vacío estomacal ese viaje que había esperado con tantas ilusiones desde hacía seis meses, cuando por fin me había decidido por comprar un billete para la vieja España y desde donde pensaba moverme, como buen mochilero y aventurero que era, a donde el viento mezclado con algo de inspiración me llevara. Mentalmente llevaba un plan más o menos delineado que incluía traspasar las fronteras de la selva negra alemana o arribar por la agreste cadena montañosa de los Alpes a la clásica ciudad de los valses, la blanca Viena. Era un viaje en el que había puesto todos mis sueños e ilusiones, no solo por la riqueza cultural que adicionaría a mi bagaje, sino por el sueño de moverme en vivo y a todo color por aquellos países que, para cualquiera de este lado del océano, podría representar un sueño dorado.
Mientras hacía la fila en el mostrador de la aerolínea Mexicana pensaba en que en verdad era bastante afortunado al emprender aquella primera travesía por el viejo continente aún siendo tan joven, pues en Guatemala, las pocas personas que consiguen hacerlo, no lo logran sino hasta después de haberse jubilado, cuando ya las fuerzas y las piernas no dan para tanto. Por lo menos así lo era en aquella primera década del siglo XXI, porque en la actualidad existen más facilidades para viajar, al menos, para quien logra reunir los recursos necesarios para hacerlo, en un país donde siempre la prioridad es satisfacer el estómago y las necesidades básicas.
Pues allí iba yo, cruzando las puertas, dando un último gesto de adiós a mis familiares y con un brillo de emoción exacerbada en mis ojos, una mezcolanza de la alegría que me causaba los lugares que iría a explorar y de los nervios que me descomponían las vísceras al solo pensar que tendría que estar en el aire por casi catorce horas.
El avión salió casi con el canto del gallo mientras despuntaba el alba al oriente y muy pronto tomó dirección hacia el poniente en busca de la antigua Tenochtitlán, donde haría mi escala. La mañana era clara y por la ventanilla se colaba a borbotones los rayos de la alegre luz tropical que hacía de nuestro clima tórrido una fiesta perpetua. Vista nítida de las altas cumbres de los Cuchumatanes que, en su actitud señorial, me daban la despedida por un mes de ausencia. Una sonrisa se escapó de mis labios recordando que apenas el día anterior había casi obligado al dentista a que me terminara un trabajo bucal. Y es que en mi candidez creí que todo lo había planificado muy bien antes de lanzarme a esta aventura que me había hecho comer ansias casi desde el día que me decidí a comprar el boleto.
Mientras desayunaba el remedo de comida mexicana que dieron en el avión, me dediqué a contemplar la vista esplendorosa que ofrecía la límpida mañana desde la escotilla que abrí de par en par. De pronto me vi volando sobre las selvas lacandonas de Chiapas y sobre el enorme Cañón del Sumidero, cercano a Tuxtla Gutiérrez, tal y como se mira en los mapas. Siempre he pensado que si mi masa encefálica tiene forma de algo, es la de un mapamundi, porque tengo una facilidad para ubicar puntos y recordar detalles de la cartografía.
Acercándonos más hacia el primer destino, comenzaron a asomarse las imponentes cimas del Popocatleptl y del Orizaba, las cuales solamente había podido apreciar desde abajo. Conforme nos íbamos acercando a la gran ciudad, el relieve se hacía gris y mohíno. La enorme periferia de la gran urbe lucía opaca y descolorida y desde lo alto exhibía en una visión panorámica toda su miseria marginal. Muy distinto fue, sin embargo, llegar al centro, vestido de opulentas autopistas y lentejuelas hechas de modernos edificios que abrían paso a los ríos de vehículos que circulaban por sus venas. Entonces mis ojos se volvieron locos sin tener el tiempo suficiente para divisar todos los lugares en los que había vagado algunos años atrás en la visita espléndida que hice a esta ciudad de México.
Tocamos tierra con éxito y en cuanto abandoné el avión me escabullí entre los amplios corredores del Benito Juárez en busca de la sala de espera del Iberia. Tenía tiempo, porque el avión saldría hasta las tres de la tarde, pero tampoco podía caminar tan libremente por los pasillos, pues la policía de migración estaba atenta a cualquiera que le pudiera parecer sospechoso. Es que con la política asquerosa de los países imperialistas, el aeropuerto de la ciudad de México es un puente rojo de migrantes que dicen viajar a México pero que en realidad buscan el sueño americano. Bueno, las miradas xenofóbicas de recelo es uno de los precios que se tienen que pagar cuando se viaja, principalmente si se pretende ir a lo que absurdamente llaman “primer mundo”, como si las personas que no vivimos en él fuéramos ciudadanos de quinta categoría.
Me tocó esperar las cuatro o cinco horas en una sala que no podía abandonar debido a que en ese tiempo no contaba con visa estadounidense. Aunque nadie lo decía, pude notar cómo los policías chicanos se me quedaban viendo de soslayo. Por más que quisieron ser discretos no pudieron disimular su desconfianza, pero como estaba seguro que no me interesaba escaparme del aeropuerto, muchas veces me atreví a dirigirles miradas un poco altaneras.
Mientras mataba el tiempo leyendo una novela de Saramago, un hombre que venía en el mismo avión desde Guatemala se acercó a hablarme. Muy pronto entablamos conversación. Al igual que yo, iba a la vieja metrópoli de los países hispanoamericanos en los que todavía impera el pensamiento colonialista. La ciudad de los reyezuelos que todavía nos alucinan como sus vasallos. Sin embargo, a diferencia mía, que visitaba aquella ciudad con una auténtica actitud curiosa, el hombre fue muy claro conmigo y se desnudó casi desde que rompió el hielo: iba a Madrid en busca de trabajo, de mejores perspectivas de vida, con el ánimo de salir de la miseria en que se vivía en esta olvidada colonia de Guatemala, perdida en el trasero del mismo diablo. Me dijo que su esposa trabajaba ya desde hace un par de años en Madrid y que era ella quien lo había ayudado a reunir el dinero para el pasaje. Además se quedó bastante admirado cuando le conté que iba de vacaciones a la “madre” tierra. Aunque no me dijo nada, presentí que se quedó con la idea de que no le quería contar mi verdad de migrante en busca de mejores oportunidades, de sudaca desterrado que miraba en la capital de la Corona una oportunidad de mejorar mi calidad de vida. Y es que por aquel entonces, España era uno de los países con más desarrollo económico, un desarrollo que ni los mismos españoles se creían luego de las miserias que habían vivido durante la larga dictadura franquista, donde habían sido tan ciudadanos de quinta categoría como los sudacas que ahora odiaban tanto.
Es que el genio español, tal y como lo constaté después, como todo rico nuevo saca y hace gala de toda su arrogancia en la bonanza, desprecia y pisotea a quienes antes estuvieron como ellos y se apresura a sacar sus títulos nobiliarios en franca aspiración a compararse con sus vecinos ricos y perseverantes. Pero cada cosa la iré narrando en su momento. Una nueva tierra de Sam era lo que el reino representaba a finales de 2005 para muchos de sus colonos. En cierto sentido me compadecí de aquel hombre y le deseé lo mejor, puesto que en ese aspecto no consideraba que la vieja Europa fuera mejor que su homóloga gringa.
Poco antes de las tres de la tarde abordé el trasatlántico Iberia. En cierto sentido tuve la suerte de quedar en uno de los primeros asientos en la clase económica de aquel gran avión. Digo suerte, porque podía estirar las piernas a lo ancho y me quedaba enfrente la pantalla donde se mostraba el mapa de vuelo, algo que sabía que robaría constantemente mi atención a la lectura del libro de Saramago.
A las tres en punto despegamos de suelo mexicano. Media hora después sobrevolábamos ya el gran Golfo. Al contrario de la mañana, la tarde era brumosa y había largos trechos en los que el mar de nubes ocultaba el mar salino. Dos imágenes quedaron grabadas antes de que cayera la noche de manera estrepitosa sobre la nave. La primera, una red de autopistas bastante moderna que me hizo suponer (pues a esa hora todavía no encendían el mapa de vuelo) que volábamos sobre la península de la Florida; y la otra, ya en mar abierto, calculo que a la altura de las Bermudas, una sombra gris, pero muy bien delineada en el amplio mar. Era nada más y nada menos que una ballena que vagaba libre y errante por su enorme vivienda. De ahí, barcos pesqueros aquí y barcos pesqueros por allá, desafiando la soledad oceánica. Todo eso antes que el manto oscuro de la noche no dejara ver nada más.
Durante el resto del viaje me tendría que armar de paciencia. Luego de cenar, los pasajeros fueron apagando sus luces y se acomodaron lo mejor que pudieron en sus poltronas. Solo yo conseguía mantenerme despierto con la terquedad de ir leyendo. Era imposible que pudiera dormir por dos razones: la primera, que la noche se había apresurado y mi reloj biológico todavía tenía bastantes energía guardadas; la segunda, imposible que pudiera dormir sabiendo que iba a aquellas alturas, eso, a pesar de que fue un vuelo excesivamente tranquilo. A veces parecía como si el avión no se moviera.
Dos cosas llamaron mi atención. No sé si mi percepción cambió conforme fui entrando a ciertas latitudes. La mujer que viajaba a mi lado se movía con inquietud. Eso lo había notado desde que subí, pero ante su persistente actitud llegué a darme cuenta que era una europea que parecía estar molesta de ir sentada a mi lado. Traté de ignorarla lo mejor que pude, de hecho, jamás le dirigí la palabra, pero su actitud demasiado notable me obligó a observarla detenidamente. Aunque no puedo asegurar a ciencia cierta que de verdad fuera yo quien la incomodara, muchos detalles parecían hacer posible esa hipótesis. Decidí ignorarla aunque rápidamente me puse a la defensiva, por si se le ocurría decirme abiertamente algo. En esos casos sé muy bien cómo defenderme, pero nunca tiro la primera piedra. Lo que sí es cierto es que ella prosiguió con su hormigueo hasta que se quedó dormida y, por irónico que parezca, cuando sentí, la tenía recostada en mi hombro, lo que provocó que con cierto desprecio, aunque muy disimuladamente, la empujara hacia el lado contrario.
El segundo incidente desagradable fue el de la azafata, a la que le pedí un whisky de manera muy amable, como solemos ser los guatemaltecos. Ya antes me habían advertido que los españoles son naturalmente demasiado pesados, por lo que no me extrañó su actitud cuando me respondió, de una forma tan detestable, que me esperara porque estaba atendiendo a otra persona.
Más allá de estos dos incidentes desagradables, el resto del vuelo fue bastante tranquilo. Como permanecí despierto en todo el vuelo logré ver la agreste costa cuando entramos al continente, muy cerca de Coimbra, en Portugal. Fue muy claro porque ingresamos por un poblado que estaba a la orilla del mar y las luces permitieron divisar los acantilados y el mar bravío chocando en ellos.
Aterrizamos en Barajas cuando aún no había amanecido. Apenas iba cubierto con un abrigo por el que se calaba todo el frío, pues ya no me dio tiempo de comprar ropa térmica. A la carrera me puse a llenar la boleta de migración. Como era un viaje de mochilero, llevaba previsto un hotel en Madrid, pero no tenía reserva, así que fue esa la dirección que puse en la papeleta, aunque la verdad la dirección no era muy clara.
A esas horas de la madrugada había un tráfico de gente increíble en aquel aeropuerto. Llegamos a las filas de migración y, tal como ya me lo habían advertido y tal como lo comprobé después, los españoles tenían una fila para los ciudadanos que consideraban de primer mundo, entiéndase por ello europeos y norteamericanos; y los que consideraban algo más bajo que escoria: los sudacas de tercer mundo, disputado por africanos, latinoamericanos y de otros miserables lugares que según ellos no deberían de existir en el planeta.
Así que me tocó hacer mi fila entre el resto de escoria, como lo era yo mismo en aquel momento, una larga fila que bien llevó más de una hora hasta que pasé con un petulante policía de migración que, luego de interrogarme como si hubiera sido un criminal, me decomisó mi pasaporte y me pidió que esperara un momento sentado en una banca de aquella solitaria sala. Ahí comenzó la pesadilla de Barajas.
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Qué pena!! Yo soy medio guatemalteca-medio española y me ha resultado muy triste
Y falta la segunda parte, la parte más espeluznante del relato, Graciela. Saldrá mañana. En realidad, el estilo es sarcástico, aunque personalmente no odio a los españoles. Simplemente, la experiencia fue un horror. Prepárate para oír la segunda parte.