La madrastra: violencia o pasión


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalEsteban, interpretado por el imposiblemente hermoso Andrés Palacios, agarra por la cintura a Marcia, la eternamente bella Aracely Arámbula, y se arremete contra ella. «A veces me dan ganas de…», suspira el galán. Marcia le sigue el juego interrumpiéndolo: «¿…de matarme o hacerme el amor?».

La nueva versión de la telenovela La madrastra regresó a Televisa el mes pasado. Soy lo suficientemente viejo para haber visto la versión original que llegó a Panamá desde Chile a principios de la década de 1980. La versión de 2005 representó la última vez en la que me enganché en un melodrama. Diecisiete años más tarde, un cocktail de ansiedad y total morbo por Andrés Palacios me tiene pendiente de cómo se cuece este estofado meloso.

Marcia es acusada de un crimen que no cometió. Esteban, su esposo, la abandona y le hace creer a sus dos hijos que su madre murió. Luego de veinte años en la cárcel, Marcia regresa a limpiar su nombre y recuperar a sus hijos. Por unas vueltas de libreto —que no tuvieron sentido ni a principios de los ochenta ni hoy— Marcia termina casándose con Esteban, convirtiéndose en la madrastra de sus propios hijos.

Este tipo de historias quizá sean el producto cultural latinoamericano que ha logrado más impacto a nivel mundial. Con una combinación de negocio duro y espejo cultural deformado, este género ha venido evolucionando por más de setenta años en todo el continente, nutrido de las radionovelas de las décadas de 1930 y 1940 (El derecho de nacer), el folletín europeo decimonónico (Las aventuras de Pinocho) y los cuentos mágicos (La Cenicienta).

Durante décadas el mercado de televisión mundial fue poco competitivo. Países como Colombia, México y Venezuela favorecieron la producción televisiva local, apoyados por leyes que reducían la entrada de «enlatados» de otros países. Esto les permitía, tanto al gobierno como a los empresarios, dictar las preferencias de sus capturados televidentes y crear personajes que reforzaran la sopeteada paz social. Desde el monopolio podían hilar historias que invisibilizaran a los que se opusieran al bien de la nación. Fue así como las telenovelas vinieron a ayudar a reproducir la desigualdad entre hombres y mujeres, cementando como real la sumisión femenina, la cosificación, las limitadas opciones de salud reproductiva, la discriminación y la violencia de género.

En 2022, con una industria televisiva mucho más competitiva, esperaba que La madrastra reflejara innovación social, pero tal parece que esta versión es aún más violenta que sus predecesoras. Esteban constantemente amenaza, hala y empuja a su hermana, a su esposa, a su hija, a su amante y hasta a su secretaria. Aún peor: es evidente que mientras más daño recibe Marcia de su esposo, más pasión se enciende entre ellos. Casi todas las mujeres del elenco son amas de casa desesperadas. Casi todos los hombres son poseedores de la verdad y el poder económico y constantemente se ven «obligados» por el comportamiento de sus «histéricas» esposas a gritarles y a ponerlas en su lugar. Hasta los personajes más jóvenes piensan que si una mujer llega a un puesto empresarial importante es por un arreglo de cama.

La productora de este melodrama, Carmen Armendáriz, seguro nos dirá que este es el tipo de historias que pagan las cuentas. Como productores culturales tenemos la libertad de escoger qué mostramos, pero igualmente debemos internalizar el costo social de nuestras actividades comerciales. Esto se lograría, en parte, innovando, creando historias donde se valore a la mujer.

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