Notable revuelo y merecida indignación causó el hecho de que las instalaciones exteriores del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias hayan sido utilizado para realizar un evento de motocross que contribuyó a dañar más la ya deteriorada infraestructura a la que, de por sí, se le asigna un presupuesto bastante austero para su mantenimiento.
Muchos usuarios de las redes sociales pidieron explicaciones y exhortaron a que, de alguna manera, las autoridades correspondientes tomaran cartas sobre el asunto; para otros, en cambio, este evento solamente mostró el nivel de trascendencia que tienen las artes para nuestra pobre y agreste sociedad guatemalteca. Sea como sea, y con ese ánimo característico de los guatemaltecos de zafar responsabilidades, comenzaron a rodar algunas cabezas en ese ínterin en el que Ministerio de Cultura y Deportes, la Municipalidad de Guatemala, los organizadores del evento y las autoridades del Centro Cultural se culpaban entre sí.
Una de las cabezas que rodó fue la del director del Teatro Nacional, un tal Carlos Estrada, que apenas tenía en el cargo un par de meses y de quien hasta hace algunos días me había enterado que era actor de teatro. Curiosamente, en estos días, elPeriódico sacó una nota en la que se daban por menores de la vida de tan ilustre figura que, en tres días, se convirtió en toda una celebridad debido a su destitución. Resultó que el susodicho tenía una de esas licenciaturas fantasmas obsequiadas por la Escuela Superior de Arte de la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Antes de proseguir, quisiera aclarar que no tengo nada en contra de la formación artística superior ni, específicamente, en contra de la Escuela Superior de Arte —ESA—, la cual me parece ahora que es uno de los semilleros de futuros artistas más significativos del país; tampoco tengo nada en contra de prestigiosos colegas y notables artistas a los que casi se les regaló el título de licenciados en un afán de comenzar un proceso de profesionalización de las artes con el recurso humano con el que se cuenta en la actualidad. Al contrario, reconozco que dentro de este grupo de graduados, distribuidos en tres promociones, hay personas que han aportado de manera significativa a las artes guatemaltecas en sus distintas manifestaciones.
Mi crítica va más bien dirigida al proceso como fueron “regalados” estos títulos y créditos. Por eso, no me extraña para nada que hoy en día, “lisensiado” como Carlos Estrada puedan llegar a cargos administrativos como el que ostentaba —aunque quizá la palabra ostentación sea más bien hiperbólico dado el sueldo que ganaba— y en su ingenuidad organice, quizá sin mala intención pero sin tener un criterio estético de arte claro, eventos de esta naturaleza. Caro pagó su ignorancia en este país donde llegamos al absurdo de regalar títulos universitarios que suplen y remiendan las deficiencias académicas.
Si bien es cierto que para ser artista no se necesitan títulos académicos, la calidad de una formación superior aporta rigurosos fundamentos teóricos que permiten desarrollar criterios claros en el desempeño de una profesión, amén de las expectativas y posibilidades que ofrece el mundo de la cultura al trabajo creativo. Por eso, no es concebible, salvo en casos de corrupción o de crasa ignorancia, que un “lisensiado” no tenga el suficiente sentido común para prever las consecuencias que traería el desarrollo de un evento de esta naturaleza en las instalaciones del Centro Cultural.
Pero no me voy a centrar más en la figura de Carlos Estrada, una víctima de su propia ignorancia y cuyas acciones pronto pasarán al olvido. Quiero retomar el proceso que se llevó a cabo en la repartición de créditos al cual, por diversas circunstancias de la vida, tuve la suerte de aproximarme muchas veces, y, por lo tanto, llegue más o menos a conocer.
Más o menos en 2006, si la memoria no me traiciona, se hizo una convocatoria para que los artistas de diferentes especialidades (danza, teatro y plástica) y con más de 20 años de experiencia comprobable, optaran al grado de licenciados en la disciplina a la que se dedicaran. A partir de eso, se haría una selección de las personas que tenían el perfil para poder aplicar. Resulta que quienes organizaban esta convocatoria estaba formado por eso llamados “grupitos de siempre”, quienes cual dioses del Olimpo, decidían casi arbitrariamente quiénes podían y quiénes no estaban aptos para aplicar a tan llamativos honores.
En mi caso particular, venía de estudiar una licenciatura en teatro —una edición especial de tres promociones, organizada y gestionada por Ligia Méndez—, que casi concluyo en la Universidad Mariano Gálvez, de no haber sido por el pleito que tuve en el último semestre con las autoridades administrativas de dicha casa de estudios por causa de un reclamo que hice por algo que se me prometió y, en el último momento, no se cumplió. Pero sin entrar en detalles, he de decir que después de esa experiencia, quedé sin el menor interés de optar a otra licenciatura en Arte Dramático precisamente en el momento mismo en que salía la convocatoria de la ESA.
Sin embargo, muchos amigos míos de estos avatares decidieron participar y fue así como entre 2006 y 2007 me di cuenta la manera en que las autoridades de la ESA de aquel entonces repartieron a diestra y siniestra títulos universitarios a los “amigos de la foto”, siguiendo un procedimiento que nada tenía que ver con lo académico.
Para optar a la “lisensiatura”, luego de haber sido seleccionado, había que pasar por dos fases: la primera de ellas era realizar un examen teórico y un examen práctico; y la segunda, recibir un curso de pedagogía en la Facultad de Humanidades por uno o dos semestres. Luego de ello, venía la “lisensiatura” por decreto, como si la obtención de un título de esta naturaleza se pudiera obtener en un supermercado, principalmente si se toma en cuenta que muchos artistas del medio guatemalteco se resisten a la formación académica.
Un año después, un compañero de trabajo se había metido al PLART —este era el nombre que recibió este proceso de selección y asignación de créditos— para graduar a la segunda promoción. En esta ocasión, tuve en mi poder el temario que deberían desarrollar los aspirantes como examen teórico para la carrera de teatro. Además, de eso, una amiga mía me había pedido que la ayudara en el desarrollo de algunos temas, razón por la cual, logré reconocer que el famoso temario era un yuxtaposición de temas demasiado centrado en un enfoque literario. Parecía que el temario había sido diseñado por un licenciado en letras que tan solo conocía generalidades de la disciplina teatral, asesorado por alguien que conocía a medias algunos temas específicos de teoría y técnica de actuación o de historia de la dramaturgia. Por estas personas y por otras, me enteré entonces de la manera como se trabajó la investigación de este temario: casi todo era copy-paste de sitios tan inverosímiles, como Wikipedia y el Rincón del Vago. Todavía recuerdo cuando, años después, en un proceso de contratación laboral para el desarrollo de un proyecto educativo de Educación Artística pedí una prueba escrita sobre temas teatrales a una posible colaboradora y la descarté cuando descubrí que su texto era una copia literal de uno de estos sitios. Cuando le expliqué por qué no había aprobado la prueba, se justificó diciendo que había usado ese texto porque era parte del examen que había presentado en el PLART para obtener el grado de “lisensiatura”. Claro, lo que ella no había tomado en cuenta era que su trabajo era copia de otro trabajo de alguien que simplemente había copiado literalmente la información de internet.
Para la última convocatoria, en 2008, un compañero de promoción de la Escuela de Nacional de Arte Dramático logró convencerme para que presentara mi documentación y aplicara al grado académico. De hecho, tenía que reunir recortes de prensa que certificaran mis 20 años de experiencia en el quehacer artístico. Precisamente en ese año cumplía 19 años de bregar en el mundo del teatro y sabía que por compadrazgos, muchos que tenían menos tiempo que el establecido, habían logrado pasar la fase de selección. Sin embargo, yo no tenía recortes de prensa, pues los había perdido durante un asalto hacía unos años atrás. Es absurdo que para certificar la experiencia en una profesión, en un medio artístico tan pequeño y provinciano, donde casi todos se conocen y donde es sabido por todos que la prensa favorece a las “expresiones artísticas oficiales”, se tengan que enseñar cuántas veces salió uno en los periódicos. Obvio, luego me enteré que este proceso de selección era limitado y que siempre se buscó favorecer por compadrazgo. Tan solo una vez llegué y presenté la papelería que mi amigo, Víctor Barillas, había logrado rescatar de la hemeroteca. Y lo hice más en agradecimiento del esfuerzo que él puso para invertir el tiempo y buscar la papelería, pero cuando llegué, Ana Luz Castillo me dijo que no podían aceptarme con tan solo esa papelería, que me tocaría visitar de nuevo hemeroteca y reunir papeles que certificaran mi trabajo de cada año en menos de una semana. Obvio que como no tuve interés ni tiempo, jamás me volví a presentar.
Pues bien, cuento estas anécdotas para que se conozca cómo fue en realidad este proceso de selección y para que no nos extrañe por qué ahora, muchos de los “lisensiados” a los que se les obsequió este grado académico, pueden llegar a tener criterios tan pobres al momento de asumir un cargo. Como repito, con esto no quiero decir que dentro de estas promociones no se encuentren personas de mucha valía, pero a la conclusión que se puede llegar es que en una sociedad tan deteriorada y poco valorizada como la nuestra, obtener un crédito universitario puede ser tan sencillo como elegir papas en el mercado. Usted invierta el más mínimo esfuerzo y le daremos el mejor producto. Lo que nadie parece tomar en cuenta en esta compra-venta de créditos es que “la mona, aunque de seda se vista, mona se queda”.
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