Nunca he comprendido aquellas comparaciones absurdas relativas a la calidad de obras literarias que han sido llevadas al cine. Es común oír entre los círculos intelectuales expresiones como “Nunca una película será mejor que un libro” o “Cuando leás el libro te vas a dar cuenta de que la película es una mierda”. Al respecto, muchos prejuicios se han popularizado, de manera que han terminado por asentarse como dogmas entre los círculos intelectuales e, incluso, dentro del inconsciente colectivo.
Recuerdo que hace algunos años, un profesor del EFPEM me invitó, en una actividad estudiantil de la universidad, a dar una charla sobre aspectos comunes entre cine y literatura. Obvio fue que tuve que hablar de algunas películas basadas en novelas famosas, entre las que mencioné, según me acuerdo, La casa de los espíritus, Como agua para chocolate, La virgen de los sicarios, Réquiem por un campesino, Una muerte en Venecia, entre otras que he visto. Mi conclusión final, que aún sigo manteniendo, fue que la literatura y el cine son dos formas estéticas completamente distintas; es decir, sus naturalezas como medios de expresión son diferentes, y ni la literatura debe estar supeditada al cine ni este debe estarlo a la literatura. Noté la molestia en el rostro del profesor cuando dije más o menos estas palabras y pensé rápidamente que tal desazón podía provenir de cierta inclinación conservadora arraigada en el clasicismo: mantener la pureza de los géneros. En este sentido, es comprensible que, para muchos, el cine no pueda ser aceptado como una forma de expresión estética, porque su aparición, que data del ocaso de la Revolución Industrial decimonónica, es posterior a la creación de las grandes obras de arte épicas y canónicas instauradas bajo el seno del arte clásico. De hecho, la misma producción cinematográfica difiere mucho de la manera aislada en que muchos artistas de siglos anteriores solían crear sus obras. Definitivamente, y por muy bajo que sea el presupuesto, la creación de una película implica un proceso maquilador, semejante al de las fábricas, en el que intervienen centenares de personas que no precisamente son creadoras. Dentro de muchos círculos académicos, este sistema de producción podría subordinar el quehacer cinematográfico al texto literario, como, en su momento, el arte teatral quedó supeditado a la obra literaria. Entonces, en estas mentalidades que aún no han despertado del ideal clasicista, la literatura pasa a ser una especie de arte mayor, mientras que el cine basado en textos literarios termina siendo un producto mejor o peor elaborado, pero que tendrá siempre como referente cardinal a la misma obra literaria.
Pienso, en el fondo, que cualquier contenido expresado por una modalidad que pretenda aspirar a ser estética debe tomar como referente el lenguaje mismo que lo constituye. En otras palabras, no es comprensible comparar las cualidades de un texto escrito con el de una película, simplemente porque están conformados por distintos códigos o, si se quiere oír con más elegancia, por distintos lenguajes estéticos. A la literatura le corresponde el juego lúdico de las palabras, a partir de ellas construye unidades estéticas de significado. Al cine, en cambio, le corresponde el lenguaje de las imágenes en movimiento, de los planos, de los movimientos de cámara, de las secuencias, de las tomas, del juego de luz y sombra, de la composición espacial, del sonido y, también, si se quiere, de las palabras, pero sin que estas predominen sobre los otros códigos.
Desde este punto de vista, el cine se aproxima más a las artes visuales que a la literatura. De hecho, no me causa extrañeza por qué en las escuelas de cine incentivan mucho a los estudiantes a visitar galerías y a familiarizarse con las tendencias modernas relacionadas con este grupo de artes. Por supuesto que no estoy diciendo con esto que el cine sea un género de las artes visuales, sin autonomía propia. Sin embargo, por la misma naturaleza de su lenguaje, pienso que su posición es más próxima a la de las artes plásticas que a la de las artes literarias.
De hecho, en sus inicios y ante la rudimentaria tecnología de principios del siglo XX, me atrevería aseverar que las películas se acercaban más a las artes no figurativas. Esto coincide, por supuesto, con la irrupción de las vanguardias en la década de 1920, que trataban de romper con la tradición naturalista y figurativa que tuvo gran porcentaje del arte producido a finales del siglo XIX. No obstante, además de la coincidencia histórica, vale aclarar que la misma naturaleza de los medios para producir cine, es decir, las mismas deficiencias tecnológicas de aquel entonces, lo obligaban a volverse a las formas estilizadas que lo alejaban del arte figurativo. La llegada de la banda sonora, la irrupción del color y el perfeccionamiento de otros medios lo fueron acercando más a un realismo, no por eso menos artístico, pero cuyo abuso embotó, en alguna medida, los sentidos de los espectadores. De hecho, el abuso del realismo llevó a centrar la atención del público masivo actual en un cine anecdótico y estructurado en una narrativa tradicional dividida en tres momentos: inicio-conflicto-desenlace. El resultado de esto es el éxito masivo que tienen las producciones cinematográficas hollywoodenses, que recurren a fórmulas gastadas y predecibles sobre las cuales se han creado los géneros actuales y en las que descansa la próspera industria de los estudios cinematográficos de California.
Ahora bien, caso aparte y más alejado de la realidad es la comparación que se suele hacer entre cine y teatro. Quizá esto obedece a distintos factores que, al final de cuentas, son producto de una ignorancia generalizada. Uno de ellos es la certeza de que el cine vino a desplazar al teatro. En lo personal, pienso que si bien el teatro, como medio de entretención, perdió mucho terreno con el nacimiento del cine, ha logrado subsistir a través de nuevos derroteros que lo han alejado del realismo stanislavskiano y lo han acercado más a las artes no figurativas, proceso contrario al vivido por el cine. Otro punto común entre el cine y el teatro occidental es que se han sustentado demasiado en la palabra, por lo que, en determinando momento, ambas formas artísticas han sido descalificadas en los medios académicos, donde podría prevalecer un fervor literario.
En relación con esto, de nuevo quiero volver a la cuestión de los códigos estéticos. Definitivamente, por más que el cine y el teatro anecdótico hayan prevalecido durante el siglo XX, la naturaleza de sus lenguajes es diferente, aunque tengan algunos puntos de convergencia, como la composición espacial, el uso de luces y sonidos y la intervención de actores. Una diferencia esencial es la manera como el ojo del espectador percibe el espacio y la sucesión temporal. El escenario teatral es un espacio fijo, en el cual el actor y el director tienen que hacer uso de todas sus destrezas histriónicas para mantener la atención del público en un tiempo fluido, si bien es cierto que ficticio, pero a la vez paralelo al tiempo real. En este sentido, el instrumento psicofísico del actor debe imponerse y emanar una energía que se proyecte hasta la última butaca del teatro. El espacio cinematográfico, aunque no sale del encuadre de la fotografía, es variado gracias a la sucesión de tomas y secuencias. Como se espera que un actor de cine sea natural, el acercamiento de la cámara o zoom puede maximizar de manera grotesca hasta el más mínimo gesto, en detrimento de la naturalidad esperada. La actuación en cine, al contrario que la del teatro, debe ser contenida y la energía debe de interiorizarse, en lugar de lanzarse hacia el espacio externo. Esa es la razón por la que en muchas películas a veces no se prefiera contratar actores profesionales, casi todos provenientes de una escuela de teatro. Incluso el mismo actor de teatro puede sentir cierta resistencia ante la actuación interrumpida por los cortes, pues impide, en cierto sentido, que su personaje se exprese con fluidez. De hecho, hasta la discreta caracterización, por lo menos en un cine realista, es bastante distinta a la del teatro, razón por la cual el director de cine prefiere elegir actores que seguramente se interpretarán a sí mismos con la mayor naturalidad y sin demasiado esfuerzo. El teatro, en cambio, puede valerse de una mayor variedad de recursos plásticos para la caracterización, que incluso, en muchas ocasiones, resultan insuficientes para la distancia real que los separa del público. Además, mientras el cine se puede valer de medios externos para marcar el ritmo de una película, como sucede principalmente con la velocidad con que se editen las tomas, por lo general, el ritmo del teatro lo marcan los actores, sus movimientos, sus intenciones, sus palabras y sus silencios.
A raíz de esto y aunque ambas formas partan de un guion literario –que en el cine se traduce después en un guion técnico– con una línea dialógica que sirve de eje, las diferencias entre una y otra modalidad resultan ser mucho más amplias de lo que parece en primera instancia. Desde ese punto de vista, pienso que el cine actual, con la multiplicidad de recursos con que cuenta, se va acercando más a la narrativa novelesca que a la línea argumental dramática, donde por otros medios distintos a las palabras se pueden describir multiplicidad de ambientes y estados de ánimo. No obstante, y eso es preciso que quede bien claro, solo me refiero a aproximaciones y nunca la sustitución de una cosa por la otra. Lo que sí es cierto es que el reconocimiento del lenguaje estético del cine lo presenta como otro medio más para expresar un sinfín de posibilidades artísticas que no son ni literatura ni artes plásticas ni teatro, pero que le pueden dar un lugar seguro dentro del campo de las artes.
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