Si bien es cierto que una persona que se pasa quejando el día entero puede dar una primera impresión negativa y que en Centroamérica tenemos la fama de ser una región de cangrejos, lo cierto es que la crítica, una actividad tan necesaria en todos los ámbitos de la cultura, será siempre un barómetro de las personas que se exponen públicamente.
Hoy más que nunca es posible notar que la expresión «generación de cristal» es una realidad que se ha acuñado para nombrar a esa «sensibilería» expresada por personas y grupos que adoptan como mecanismo de defensa esa coraza con la que pretenden evadir la actividad crítica.
Por supuesto que para nadie es agradable esa sensación de ser fiscalizado y de entregar cuentas, principalmente cuando sus actividades responden a acciones concretas que se realizan a la luz pública. Sin embargo, cualquier persona que esté obligada a dar cuentas ante la comunidad o que sea responsable de sus publicaciones sabe que se expone a ser criticado.
Lamentablemente, la crítica se ha convertido en el patito feo. Los sistemas educativos actuales no están interesados en desarrollar el sentido crítico de la gente, por obvias razones, pero tampoco enseñan a las personas a tolerar emocionalmente la crítica. De ahí que existan hordas ofendidas por lo que piensan o expresan las personas que se dedican a esta actividad.
Es probable que un crítico sea bien recibido socialmente y que una buena dosis de diplomacia y de una actitud políticamente correcta suavice el trato hacia su persona, pero en el fondo será detestado y, a la larga, tendrá problemas para establecer relaciones profundas con las personas de su entorno. Prácticamente se convertirá en un paria y será visto con celo y desconfianza por quienes le rodean. Para nada será extraño que, al caer en desgracia, todo mundo le dé la espalda y se haga leña del árbol caído. El exceso de sinceridad será siempre visto como un defecto y sus costos suelen ser muy altos. Pareciera que existe un tácito acuerdo social para ignorar o ridiculizar a quien ejerce la crítica profesional. Por eso, la persona que se dedique a este ejercicio deberá saber de antemano que corre una alta posibilidad de encontrarse en completa soledad.
Ser políticamente correcto es un eufemismo. De ahí que es imposible que un político, un líder religioso o una figura pública de cualquier ámbito que vive de convencer al público en general o que desesperadamente busca adeptos, no sea capaz de practicar este ejercicio y sentirá aberración por quienes lo realizan.
Con todo eso, la crítica es una actividad de la que nadie admite públicamente lo indeseable que puede ser. Prohibirla abiertamente no solo es ir en contra de la libertad de expresión, sino algo «que se ve mal», algo que se debe conservar aunque siempre represente una piedra en el zapato. No obstante, la sociedad utilizará sus propios mecanismos para despreciar este género de «seres mezquinos» que se dedican a poner el ojo en la paja ajena. Contraargumentar con razonamientos falaces —en nombre de la misma libertad de expresión— será siempre el mecanismo utilizado contra esta plaga. Pero más efectivas serán otras medidas como el aislamiento o ignorar al crítico con ánimo de ningunearlo. Así actúan los rebaños mientras se normaliza el sentido acrítico. Por lo general, los medios de comunicación —achichincles serviles del poder— buscan personas críticas que no se salgan de ciertos límites. No pueden ignorarlos por el qué dirán, pero tampoco están dispuestos a darle voz y espacio a los críticos que hagan tambalear las estructuras de poder en todos los ámbitos sociales. De apoyar concienzudamente la crítica, provocarían la anarquía y perderían ellos mismos sus cuotas de poder.
Es por eso que la actividad crítica, aunque no puede eliminarse socialmente, debe difundirse con ciertos límites que permite la hipocresía del poder; y, sobre todo, debe ser controlada en ciertos márgenes que produzcan la ilusión de libertad ante la opinión pública.
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