La intuición es algo que no me falla en muchas ocasiones, principalmente cuando respiro un aire diferente a la toxicidad que ya es habitual respirar en Guatemala, país de miserias en donde, a fuerza de tanta corruptela y juego sucio, los sentidos parecen embotarse.
La primera vez que fui a La Habana fue a finales de 1998. Decir en esa época que ibas a Cuba era como cruzar la cortina de hierro o casi como perderte en el Triángulo de las Bermudas. A pesar de la cercanía que tenemos con la Isla, pensar llegar a ella era casi un tabú. Imaginaba en aquel entonces un país de rojos bolcheviques inundado de consignas revolucionarias. Sin embargo, lo que fui a encontrar fue gente cálida y alegre a pesar de las miradas hundidas donde solo podía leerse la desesperanza como resultado del período especial. Aunque me precio de no ser muy dado a susceptibilidades cursilonas, debo confesar que mi primera impresión de La Habana, al salir por el túnel de la bahía, fue quedarme absorto ante la monumental ciudad en ruinas que me abría paso frente al Paseo del Prado.
Un nudo se atoró en mi garganta, algo que he experimentado solo con pocas ciudades al visitarlas por primera vez. Aquella melancólica primera impresión quedó sellada con el olor salino del malecón habanero y las expresiones famélicas de las personas que se aglutinaron en la puerta del hotel pidiéndome que les regalara cosas. En los ojos de estas gentes leí el desamparo al que los había llevado un ingrato bloqueo, pero también una ternura que pocas veces he visto en otros rostros.
Ocho años después, en 2006, visité La Habana por segunda vez con la emoción de volver a encontrar los recuerdos que años atrás había dejado en ese país al que no creí que regresaría. Aunque ya había hecho amistades estrechas, casi todas se habían perdido cuando volví por segunda vez. Sin embargo, en este viaje tuve la oportunidad de hacer amistades todavía más entrañables y de tener un acercamiento a la cubanía como no lo tuve cuando llegué la vez anterior. Superados ya los miedos de mi primera juventud me relacioné abiertamente con muchas personas, pero también conocí más de cerca las miserias del cubano, sus anhelos y sus sueños. Fue un viaje de aprendizaje porque, más que ir a los lugares turísticos, exploré hasta el delirio la sordidez, como pude comprobar muchos años después al leer a Pedro Juan Gutiérrez en su Trilogía sucia de La Habana. Para qué negarlo: ese viaje entre las calles derruidas me dejó ver un mejor rostro de la ciudad.
Mi tercer viaje fue en 2011. Casi nada había cambiado, pero talvez lo lejos que me hospedé me hizo apreciar otro rostro de La Habana. Ya no era la ciudad santera y de jinetero frenesí, sino una vieja dormida y amodorrada en su indolencia. Era La Habana en la que todo camina a paso lento, como si llevara en sus hombros la pesadez de su historia, de los años acumulados en el hollín abundante de sus sempiternas construcciones.
Sin embargo, cuando llegué a La Habana por cuarta vez, a finales de 2013, parecía que las cosas habían cambiado diametralmente. Un aire de optimismo podía respirarse en el ambiente. Tuve la impresión de que pronto habría un gran cambio, pero también tuve el miedo de perder la nostálgica Habana de mis recuerdos.
Seis años después, a finales de 2019 y un mes después de la conmemoración de los 500 años, llegué de nuevo a La Habana, esa ciudad alegre que aprendí a amar con la facilidad y renovación con que se ama a una voluptuosa amante. Me intoxiqué de nuevo de su lujuria y sensualidad, de ese placer a manos llenas que solo esa experticia amante ofrece.
Sin embargo, regresé confundido. La gente sale menos, prefiere resguardarse en sus casas. Pareciera que teme el regreso de otro período especial. De nuevo es cercada por sus enemigos, como si temiera que la pesadilla se fuera a repetir.
Sin duda vine con resaca, pero al pasar los años esta irá pasando y de nuevo volverán los deseos de atesorarme nuevas experiencias en esa laberíntica ciudad de encantos por sexta vez. Mientras tanto, de corazón espero que las cosas mejoren.
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