Del árbol caído…


LeoDomingo mediodía y yo seguía tumbado en la cama, con ropa de dormir, mirando un documental en Netflix. Apenas y me había asomado a la cocina, desde donde podía ver a través de la ventana las inmensas nubes grises que prometían un aguacero para las primeras horas de la tarde. Por fin había llegado domingo y podía descansar. Tenía planes de salir a matar el tiempo unas horas más tarde y regresar a casa en las primeras horas de la noche para volverme a instalar frente al televisor. Así se resumiría un aburrido domingo en el que me podría recuperar del cansancio de toda una semana de trabajo.

Mi hermana entró apresurada diciendo que estaba lloviendo arena. Había oído ya algo sobre la actividad del volcán de Fuego, pero ni los rumores ni la lluvia de ceniza habían terminado por inmutar a quien comprende que vive en una ciudad protegida a la vera de cuatro volcanes, dos de los cuales permanecen en constante actividad. Inmediatamente pensé en entrar a mis mascotas para volverme a arrellenar en mi cama mientras imaginaba el incómodo trabajo que significa subirse al techo a barrer esa incómoda arena. Tan cómoda que puede llegarse a convertir la vida cuando se vive, si no en la opulencia, por lo menos en un hogar que ofrece protección y tras el cual es posible refugiarse con cierta comodidad cuando se quiere hacer mutis.

Sin embargo, es imposible huir de la realidad que acecha la puerta de casa para recordarnos que afuera, al solo cruzar la acera, nos podemos encontrar un mundo hostil en el que somos tan endebles como una pompa de jabón que vaga a la deriva en medio de un tormentoso vendaval. Las imágenes comenzaron a desfilar por televisión y por redes sociales. La desgracia había mostrado una vez más la vulnerabilidad a la que todos somos susceptibles en este país, pero principalmente los más desposeídos. Un golpe certero de la naturaleza que viene a evidenciar dos cosas de nuestro podrido sistema: la primera, el sistema de desigualdades sociales que se hace cada vez más notorio; y luego, la corruptela imperante capaz de ver hasta en la desgracia ajena un negocio jugoso.

Quizá al principio las noticias no fueron tan alarmantes. ¿Qué son siete muertos en este sitio donde la vida no tiene valor alguno? Siete muertos en una avalancha piroclástica hasta suena a kindergarten en un país donde muere muchas más personas diariamente por la violencia. En Noruega o en Suecia habría sido motivo de escándalo, pero en Guatemala, siete muertos es casi nada. Estamos tan acostumbrados a la muerte que los noticieros se convirtieron en un reemplazo de la película de terror que nos acompañaría durante el almuerzo. Nos dejaríamos impresionar por la imagen de la enorme nube piroclástica que corría detrás de los autos cual monstruo de Tasmania mientras engullíamos los alimentos y nos sorprendíamos.

Pero no fue hasta el segundo día que la tragedia nos mostró sus verdaderas proporciones. No eran solo siete muertos, sino veinte, cuarenta, sesenta, noventa, casi el centenar de los que se habían localizado; y todavía se rumoraban miles de desapariciones. Entonces, las cifras fueron en realidad escandalosas. Pero hasta al escándalo nos terminamos de acostumbrar. Igual de escandalosas fueron las muertes del Cambray hace unos tres años, y hoy ya casi nadie las recuerda.

Aunque no se puede negar la actuación heroica de tantos rescatistas y las acciones solidarias de tantas personas que pronto se movilizaron para ayudar a las víctimas en lo que sus posibilidades les permitían, también abundaron las cadenas de oraciones como si los problemas de nuestra realidad se solucionaran con oración, el narcótico perfecto para creer que la cura de nuestros problemas debería provenir de una acción mágica. ¡Háganme el favor!

Por otra parte, lo realmente preocupante es que, más allá de las lamentables pérdidas, la desgracia termina siendo una radiografía del podrido sistema de injusticias sociales: un resort cinco estrellas fue evacuado inmediatamente mientras que a los habitantes de las aldeas se les instó a encerrarse en casa mientras se corría la voz de que todo estaba normal. Y mientras un sinfín de héroes anónimos luchaban cuerpo a cuerpo contra la enfurecida naturaleza, un enano megalómano y su séquito de legisladores tan corruptos como él aprovecharon la distracción para aprobar leyes a su conveniencia. Mientras tanto, los sobrevivientes, además de sobrellevar la pérdida de sus seres queridos ―pérdidas que solo a ellos parece importarles―, deben afrontar la difícil situación de miseria en la que literalmente se han quedado. Pero eso no parece importarle a quienes detienen en la frontera la ayuda humanitaria internacional. Al final de cuentas, hasta la desgracia ajena es un pretexto perfecto para tranzar ganancias. Y como siempre, habrá más de un pelo en la sopa tomándose selfies en el centro de acopio para mostrar el precio de su altruismo, pero que, hasta hace pocos días, expresaba con rabia su molestia porque estos «campesinos huevones» ―indios tenían que ser― venían a la capital a cerrar calles y avenidas mientras que la gente de bien se dedicaba a trabajar. Así de mal estamos, ¿qué talito?

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