Muchas veces me he preguntado acerca del aporte del actor a ese complejo discurso que emerge en el escenario cada vez que se abre el telón. Y cada vez se me hace más difícil concretizar ese proceso sobre el cual Peter Brook ya había reflexionado al desnudar al intérprete ante aquel inquietante espacio vacío, capaz de engullir la endeble condición humana en su humilde intención de mostrarse sin tapujos ante un público que asiste y paga para vivir una historia junto con sus protagonistas.
Y al hablar del “proceso”, me refiero a esa expresión que se ha acuñado y se ha mantenido tan en boga en las escuelas de arte dramático y de actuación: la construcción del personaje. Entonces, me pregunto en qué consiste este acto de “construir el personaje”, hecho que los actores grandes han llegado a consumar sublimemente, pero que también ha sido objeto de la mayor trivialización dentro del argot de un oficio que con facilidad y presteza es susceptible de perderse por caminos insospechados.
Estoy convencido que los grandes hipócritas de la escena, a diferencia de los abundantes aspirantes a mentirosillos, comprometen toda la garra en este largo proceso de investigación que parte de sus propios organismos. De ahí la diferencia entre la aplicación de técnicas chatas a la que recurren los aspirantes a mentirosillos y el oficio de arte mayor de los grandes hipócritas, cuya habilidad se recrea de manera permanente a través de caminos novedosos. Mientras aquellos recurren a las formas gastadas y al clisé, estos se aventuran a explorar las profundidades de la aventura humana.
Pero no deseo que se me malinterprete. No quise decir de aquel grupo de mentirosillos de poca monta, al que más de una vez me he sentido parte, que se conforma con la mediocridad. Sucede que, como en cualquier otro proceso de creación, dar vida a un personaje puede ser un camino tortuoso en el que el actor se asoma a los precipicios más oscuros de su ser. Por eso es comprensible el temor natural que pueda causar el reto de la creación. Pero el límite entre lo notable y lo mediocre se establece ante la actitud que se asuma. Esto quiere decir que un gran hipócrita es un mentirosillo que tiene el valor y la voluntad de trascender este estado inicial; que cuenta con vitalidad para cuestionar cada una de las acciones a servicio del personaje y desechar aquellas que son maquillaje superficial.
Y el primer reto que este gran hipócrita debe asumir es botar el prejuicio. Paradójicamente, para ser un gran hipócrita es necesario cultivar como virtud la sinceridad. Pero no siempre es fácil. Probablemente la mayoría de los que nos dedicamos a este oficio de mentirosillos vivimos con la ilusión de ser “personas de amplio criterio”, “mentes abiertas”, “librepensadoras”, mundanos, profanos, rebeldes o revolucionarios. Pero en la praxis, esta ilusión puede resquebrajarse ante nuestras propias narices. Es al intentar crear un personaje que reconocemos todas nuestras limitaciones porque no es lo mismo trazarlo por escrito que codificarlo biológicamente. Nuestros movimientos, nuestras posturas, nuestra energía nos delata. Nos damos cuenta, entonces, de la estrechez de nuestras perspectivas, de nuestra callosidad mental y comprendemos que no siempre tenemos la apertura ni el valor para lanzarnos a la aventura del personaje, que nos queda muy grande. El prejuicio, ese temor de la posibilidad de ser lo que mi sistema de valores real no me permite, es una condición necesaria y se constituye como punto de partida para el desarrollo del trabajo actoral.
El gran hipócrita debe luchar contra estas resistencias y bloques que surgen durante la creación del personaje. Optar por este camino no admite atajos. El uso de fórmulas que esbozan a un personaje solo es un caparazón que mantiene al actor a salvo del desequilibrio que causa el proceso creativo. De ahí que crear sea una de las actividades más agotadoras, de las que más nos espanten, pero la que más satisfacciones provoca una vez superada la prueba infalible. Solo la exploración honesta permitirá al gran hipócrita dar vida a ese milagro que nace en cada representación.
¿Pero qué es esto de dar vida a un personaje? ¿Cuándo podemos reconocer que un personaje está creado? Obviamente, la creación de un personaje, ese conjunto de rasgos que lo caracterizan en oposición a los otros caracteres que participan en el juego escénico, siempre está a servicio de lo que ya un viejo conocido por toda la gente de teatro, Stanislavski, había dado en llamar las circunstancias dadas. Pero por más que estas circunstancias se discutan en torno a una mesa, no se llegan a descubrir sino hasta en el trabajo de experimentación escénica. Claro está que cualquier visualización que se tenga del personaje puede ser un ejercicio provechoso. Sin embargo, para que se traslade a un plano tangible es necesario que su presencia física cobre sentido en un contexto. Todo lo que el personaje piensa, siente y hace más allá de este contexto, no deja de ser mero referente. El personaje es lo que el espectador ve en el escenario, un conjunto de formas, actitudes y conductas que, en cuanto comienzan a dibujarse, se desdibujan. De ahí el carácter efímero de esta creación, que en cuanto se forma se comienza a deformar. De ahí también el reto del gran hipócrita de sostener un personaje que, cual fantasma, se desvanece en cuanto lo vemos.
Pero hay un lujo que el gran hipócrita no puede darse: ser él mismo. Puede partir de sí mismo, puede buscar en su compleja psicología los puntos concordantes con el del personaje, puede aprovecharlos al máximo, pero nunca puede ser él mismo. No debe perder de vista en todo momento que el arte, su arte, es una construcción, un artificio, una ilusión. Esa es, precisamente, la paradoja entre realidad y mentira; entre ser “otro” de la manera más sincera y auténtica que su sistema psicobiológico se lo permita.
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Leo: Agradezco desde mi alma y por el gremio tu hermoso regalo de hoy. Muy importante seguir aportando reflexiones al oficio sublime del actor. He llegado a entender que el arte nuestro es un camino hacia adentro que se dispone a ratos sobre la tabla y delante del terrible censo del espectador. El crecimiento personal, desde la carne al espíritu, pasando por el desarrollo de la mente, depende en mucho de la manera que abordemos la creación (desde la elección del texto y el elenco) hasta la sístesis que viene después del viaje de la obra y el nuestro como efímeros pasajeros. La manera, dije, el sistema, la doctrina, la escuela, el método… pueden allanarnos el camino, pero depende sin duda de la propia valía, de la entrega honda hacia eso que llamamos Hado… Musa… Misterio… Tu análisis de hoy, y la distinción que haces de los oficiantes, me recuerda a aquella que alguien me dijo cuando hablaba del amar… Unos aman desde la piel y otros desde el alma… los grandes lo hacen con todo… De estas décadas de gateo y tanteo, de andar haciendo pininos y malabares, acaso lo mayor y mejor que he conseguido, más allá de óvolos, lauros y aplausos, es precisamente, Leo querido, encontrar gente como vos que se ocupa hondamente del arte… del arte de ser… Los mejores actores no sólo parecen… son… Acaso a ella se deba la entrañable consigna que nos deja el príncipe noruego: To be or not to be… El arte debe llevarnos al Ser y a Ser… El teatro es un camino de la máscara a lo real. Tu hermano que te admira y quiere, Luis Eduardo
Sí, no fue Fortimbrás, fue Hamlet… Y acaso deba agregar a mi equívoco, querido Leo, algo que el viejo Hugo Carrillo nos decía en su ecléctica manera de abordar la creación y luego la escena: «no me importa si los sentír… yo quiero verlo…» Y luego, fiel a Seki Sano, hijo de Konstantín, sentenciaba socarrón: «hágalo como si fuera…» Aún nos debatimos entre si ser personajes o personas… y muy a la manera gnóstica diré que lo que se trata es de eliminar el ego… El Teatro Griego, en muchos de sus gigantes logros, buscaba llegar al paroxismo… hacer de la vivencia de artista y público una experiencia mística, o por lo menos médica. Desde nuestra óptica, un poco helénica también, la enfermedad es una invención mental. No hay enfermedades, sólo enfermos… diría el padre de la salud. No hay personaje, sólo actor… Cuando el ego desaparece del actor, el personaje es una síntesis alambicada que no pasa por el tamiz o la «vía perceptiva» del prejuicio o de los metros fatuos o fatales. Una psicología más alta domina o priva en el que aborda la creatividad escénica del mismo modo que aborda la vida… No se va una supuesto espacio físico ocupado de trastos y rodeado de telones. Se concibe y crea un espacio energético, espiritual, psíquico… una orbe mental donde se dialoga vitalmente y se dispones conflictos o dialécticas más o menos altas… más o menos apoteósicas…
Antes yo quería (desde mis múltiples yoes) asumir o perseguir personajes que dieran la posibilidad de emprender viajes a la expresión, demostrar facultades histriónicas, apolíneas y hasta marciales… El texto secreto de la pausa y el black out me enseñaron un vacío tan pleno donde no se redunda ni finge… Estar cuando no estás… Ser o no ser… Casi que oigo aún lo que venía diciendo antes de partir el querido Manuel Corleto; al abordar su NO TEATRO… pretendía despojar a la escena, no de su valor poético, quimérico o esotéríco, sino de toda esa vanidad que despoja realmente de alma a lo que hacemos… Hoy importa más el cubo escénico con su masónica construcción (que se celebra), más que el ritual de la mise en scéne… Podemos renunciar a todo en la teatralidad menos al Teatro, hablo del texto, del actor y el público… Pero es importante seguir cultivando la esencia misma de lo humano; lo trascendente sobre las tablas es que llegue a tener espíritu la carne, más que llegue a tener carne el espíritu… Es por eso, querido mío, que estoy aún persiguiendo en eso que mis hermanos llaman el HEPTAPARAPARSHINOCK, una Séptima Escala que nos lleva transitar hasta donde las cosas son reales y se ven así.
Quiero dejar esta imagen para pensar. Alguien ve la obra desde el balcón y la celebra o no. Alguien la vida desde la tabla, y la celebra o no. Los que celebran han llegado a convertirse en Sacerdotes… No me olvido hoy de Demeter y Percéfone… De la ebriedad santa de Eleusis… Del mosto mágico que les llevaba junto a las jaculatorias a experimentar eso que más tarde dio espacio al Epidauro y a todos los asuntos que vinieron en las plumas gesticulantes de trágicos y cómicos.
Tu hermano que te quiere,
Luis Eduardo
Uffffffffff, Luis, hermoso tu comentario, muchas gracias, me de dejó con mucho más profundidad sobre ese extraño arte de crear un personaje; y sobre la manera de poder despojarse del ego para ir más allá. Las gracias son para vos, por este gran comentario que aportaste.