Curitiba es algo más que un conjunto de edificios que, vistos a la distancia, parecieran estar trazados con acuarela de colores vivaces. Es una ciudad que se queda con algo del visitante y en la que el visitante también se queda con algo de ella: su limpieza, su calidad de vida, la sonrisa de su gente, el ejemplo de ciudad ordenada. Esas eran mis reflexiones mientras el pulman iba abandonando poco a poco esta ciudad, atravesando sus calles de trazo perfecto y esbeltos predios que se perdían en el punto de fuga de sus propias perspectivas. Siempre es triste dejar una ciudad a la que, probablemente, ya no se volverá.
Momentos después, la vista se deleitaba entre el paisaje todavía montañoso de la Mata Atlántica, pero cada vez más próximo a la campiña de pinos y coníferos, entre los que destacaban las solitarias y majestuosas araucarias, con sus elegantes copas altas desde cuyas alturas era posible divisar la bastedad de los campos idílicos paranaenses. El bus devoró horas entre estos gigantes que caprichosamente tomaban las formas de figuras gallardas que evocaban a los guerreros de Lautaro, dispuestos a vencer o a morir ante los invasores; indios con venas por donde corre la savia sabia que provee las tierras templadas del Cono Sur.
Pintorescas ciudades de nombres atrevidos —como Guarapuava, Laranjeiras do Sul, Cantagalo, Cascavel o Medianeira— eran, más que lugares de paso, rincones de vida sosegada e idílica. Estas poblaciones son paso obligatorio de las doce horas de camino que hay entre Curitiba y Foz de Iguaçu, y que iban desfilando mientras caía la tarde y se formaba una línea carmesí en el lejano horizonte, al ir ganando las entrañas negras a esa aciaga hora en las selvas del Paraná.
Foz de Iguaçu es una ciudad fronteriza como cualquier otra: que no llega a ser una gran metrópoli, pero que se caracteriza, precisamente por su bullicioso ritmo de vida. ¡Y como para que no! En esta ciudad se junta la triple frontera (Brasil-Argentina-Paraguay), en el punto exacto donde se juntan los ríos Paraná e Iguazú. Pero, además de su rica actividad comercial, comparte con su argentina ciudad hermana, Puerto de Iguazú, las maravillosas cataratas de Iguazú, que es el principal de sus atractivos.
Bosque de pinos y araucarias
Entrar al parque de Iguazú por el lado argentino es perderse entre la vegetación de la selva, de preferencia a pie; recorrer sus pasarelas para ir descubriendo, poco a poco, la imponencia de sus múltiples caídas de agua. Oír tronar sus aguas que parecen nacer en una inmensurable fuente es una oportunidad para reflexionar acerca de la grandeza de la naturaleza que no sólo es generosa en proveer recursos, sino magníficamente bella. Cada caída de agua, cada cascada, es un manto de tul de inagotable belleza. Desde la perspectiva aérea que ofrece el lado argentino es inevitable dejar de pensar que, si algo se parece al Edén perdido, esto es la gruta cuaternaria donde el agua se abre paso en caída libre hasta el fondo del precipicio.
Más pródigas son aún las vistas obtenidas desde el lado brasileño, donde el visitante se encuentra frente a frente con la colosal caída de agua, como desafiándola, maravillándose del ímpetu de sus furias y admirando la nebulosa que se levanta por la fuerza de su impacto en su lecho fluvial. Es normal que ante tan magnífico espectáculo nos sintamos tan pequeños y tan grandes al mismo tiempo: pequeños porque somos apenas un infinitesimal grumo ante tales dimensiones, pero grandes porque hemos sido capaces de doblegar la naturaleza y retarla. La mejor manera de hacerlo es viajar en lancha por sus rápidos hasta sentir las vueltas vertiginosas donde casi se cae del bote. Y nada más refrescante pero a la vez tan vivificante como sentir la furia de sus aguas cayendo en el interior de la famosa garganta del diablo.
La jornada en Foz de Iguaçu terminó en una deliciosa cena y un sueño reparador que me preparó para seguir por esta ruta guaraní e internarme en las entrañas del misterioso Paraguay, ubicado en el corazón mismo de América del Sur.
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