Quisiera retomar, para el sano ejercicio de la discusión, algunos puntos expresados en un intercambio más o menos reciente —aunque lamentablemente breve— que sostuve con un poeta nicaragüense contemporáneo sobre alguna(s) posible(s) relación(es) entre escritura literaria y la actual crisis socio-política que afecta a Nicaragua. Sin embargo, a diferencia de mi interlocutor —para quien «de todos los lugares posibles, es precisamente la literatura el lugar desde donde uno debería poder hablar de estas cosas sin tintes ideológicos»—, yo sí creo que nuestro oficio se encuentra atestado de supuestos ideológicos que conviene identificar y asumir, pues, como señala John Beverley, nuestros textos se producen «dentro de esa práctica ideológica por excelencia que es la literatura» en tanto esta constituye «la representación de una relación imaginaria entre el individuo y sus condiciones reales de existencia». El intercambio se dio a partir de un poema que redacté en respuesta a uno suyo titulado «Abril», publicado en el número 89 de revista Carátula, y que transcribo a continuación:
Olvídense de Eliot. Ya no se trata
de los oscuros movimientos
de la tierra, de raíces o la angustia.
Abril es el mes de las balas
que siguen viajando en el aire.
Abril es el mes que no se acaba
va comiéndose a los otros
en el calendario.
Por eso este diciembre es abril
y mañana cuando sea enero
también será abril
así como febrero
será otra vez abril.
Y las balas
ahí están
en el aire
todavía
suspendidas
en su vuelo
hacia la cabeza de un niño
—la bala quiere leerle
los pensamientos—
que aún va a la escuela
quiere ser bombero
y le gusta el atletismo.
Abril es el mes que no se acaba.
En su reacción, el consabido poeta, entre otras cosas, me recriminaba el hecho de que «a pesar de la mitología nacional, un poeta es como cualquier otro ciudadano y como tal escribe su experiencia privada de un dolor propio o un dolor ajeno que siente como propio, que es lo único que puede representar». Sin restarle verdad a la obviedad contenida en esa frase ni poner en duda lo genuino de ese dolor ajeno y remoto, señalaría cómo la ideología empieza a operar claramente al tratar de elevar la «experiencia privada» del poeta o de «cualquier otro ciudadano» a una especie de pureza metafísica o facultad a priori, donde ni la cultura, ni la ideología, ni la historia dejan su impronta sobre la representación que nos hacemos del mundo.
Esta supuesta neutralidad moral e ideológica (y, sobre todo, de su enunciación literaria) pretende una especie de relación natural y no mediatizada entre la experiencia y su significación, que en estos tiempos resulta totalmente incomprensible, por no decir absurda y utópica. La idea original de esa supuesta neutralidad política de la experiencia privada tiene su origen moderno en los discursos filosóficos, estéticos e ideológicos de las corrientes románticas más burguesas de la tradición hegemónica de occidente. Paradójica, casi cómicamente, cuando señalo esto mi interlocutor me acusa de expresar «ideas grandilocuentes que nos vienen desde el romanticismo europeo y se prolongan en expresiones artísticas de la llamada modernidad», sin embargo la potencialidad cómica de este contrasentido se torna preocupante al ser sostenida por uno de los poetas nicaragüenses jóvenes con mayor prominencia académica (Phd en Oxford), literaria (Premio Lowe de Poesía 2007) e incluso política (conferenciante sobre «el movimiento estudiantil en Nicaragua» en el Institute of Latin American Studies de la Universidad de Londres) con que contamos en la actualidad.
Un ejemplo que contradice esta pretensión de neutralidad de la experiencia privada extendida a lo poético se manifiesta al observar cómo una decisión aparentemente estética, como lo es el encuadre que mi interlocutor elige para su poema, cobra un sentido político e ideológico protagónico en el texto. Dice el poeta: «en mi poema soy cuidadoso de solo enfocarme en un hecho: la policía mató a gente inocente que eran jóvenes y niños. Y la policía sigue impune». Este dato que el poeta sostiene es, incluso periodísticamente, fidedigno. Nadie que no sea un apologista de crímenes de lesa humanidad lo negaría. Sin embargo, cabría preguntarse si la función (o digamos, el interés) de la poesía es señalar lo que está a la vista de manera evidente o si busca, a partir de esa experiencia evidente, recrear el acontecimiento de manera significativa.
Para esquematizar el asunto en términos generales recurriré a la distinción conceptual entre violencia subjetiva y violencia objetiva que Žižek hace en su libro Sobre la violencia. Para Žižek, la violencia subjetiva es aquella «directamente visible, practicada por un agente que podemos identificar al instante», esa que ha saturado los medios de comunicación y redes sociales del país y nuestras subjetividades en el último año y que últimamente se ha filtrado a la poesía; es decir, esa violencia que «se ve como una perturbación del estado de cosas normal y pacífico» pero que también funciona como un «señuelo fascinante», distrayéndonos y evitándonos «percibir los contornos del trasfondo que generan tales arrebatos». Según Žižek, ese trasfondo lo hallamos en otra forma más sutil de violencia (porque «es precisamente la violencia inherente a este estado de cosas normal») a la que llama violencia objetiva o sistémica, y que es provocada por «las consecuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político».
En un país como Nicaragua— donde la perturbación violenta al estado normal de las cosas es una constante histórica— lograr esa diferenciación resulta de suma importancia antes de acercarnos literaria, intelectual o cívicamente al fenómeno político que atravesamos. Siguiendo este esquema, el encuadre del poema de mi interlocutor retrataría únicamente la violencia subjetiva y obvia que, como elemento protagónico del discurso público sobre la crisis, tiende a ocultar y conservar la violencia objetiva que la sostiene y genera. Este recurso que sostiene el efecto del poema de mi interlocutor reduce su potencialidad crítica a la facilidad sentimental de la mala poesía.
«¿Propaganda para quién? ¿Panfleto de qué?», me increpa luego mi interlocutor, y con toda razón, cuando acuso a su poema de ser propaganda azul y blanco. Y para responderle me hace preguntarme si habrá acaso algún grupo de poder en la actual correlación de fuerzas de la política nicaragüense, alguna clase dominante y privilegiada a la cual le convenga la explotación mediática de estas expresiones de violencia subjetiva para ocultar algunos factores de la violencia objetiva que los han provocado.
Muy a menudo se puede identificar una especie de relativismo moral en todo el discurso y el actuar político de lo que se ha dado por llamar «movimiento azul y blanco» y que lo recorre desde sus cúpulas hasta sus bases más populares. Una de las consecuencias más graves de este relativismo consiste en tratar de ocultar u obviar la participación y complicidad activa e institucionalizada, durante más de una década, entre el orteguismo y muchos de los principales grupos de poder (sobre todo representantes gremiales del sector privado y consejeros del gran capital que representan el único músculo real de la Alianza Cívica) que articulan la actual cúpula azul y blanco.
Este ocultamiento también transversal en nuestra cultura política, que obedece sobre todo a un pragmatismo conveniente, permite a estos grupos de poder arrogarse la representación y dirección de amplios y diversos sectores sociales sin mostrar señal alguna de rectificación o reconocimiento real de su cuota de culpa en la actual crisis. Evita, además, el surgimiento de propuestas políticas que apunten a la transformación real y efectiva de nuestras instituciones y modelos de participación, así como la recuperación de estos espacios en el Estado y en la sociedad civil. Hay, más bien, todo un aparato mediático y cultural «azul y blanco» que explota de manera amarillista la violencia más evidente y convierte casi en una decisión moral el relativismo y pragmatismo antes mencionados. Esto aleja cada vez más a la opinión pública de un razonamiento crítico, sosegado y políticamente responsable sobre nuestra actual situación nacional y, sobre todo, echa leña al fuego de una polarización en la que todos, salvo las cúpulas, saldremos perdiendo.
Esperar que los escritores de este milenio, como mi interlocutor o como yo, abramos el camino o propongamos formas y espacios para impulsar ese tipo de razonamiento alternativo quizá sea demasiado generoso dado que excede por mucho las posibilidades de una generación literaria y políticamente desdentada, pero también considero que sería irresponsable no lamentarse al ver que nuestras letras y nuestro oficio se decanta más hacia el ruido mediático y por pura dejadez crítica juega al juego de los poderosos. Es, en el sentido anterior, que viene mi acusación de alineamiento poético con una propaganda azul y blanco.
Más allá del poema de mi interlocutor, la discusión me lleva a pensar que lo positivo no sería buscar la «mejor» forma para representar o enunciar poéticamente el fenómeno que vivimos, ni tampoco formular el modo más efectivo o novedoso para incorporar la situación política y el sufrimiento que ha producido como motivo literario en nuestros textos. Lo positivo sería que, como escritores, como «artistas», si es que este motivo nos parece interesante, asumamos el total colapso efectivo de nuestras certezas políticas, sociales y literarias más arraigadas y empecemos a pensar en nuevas formas de practicar la escritura en el espacio público; que pensemos en nuevos espacios donde volver la vista, en nuevos públicos, no para «transformar» o «salvar» Nicaragua de la situación en la que se encuentra, sino para empezar, no exentos de crueldad auto-crítica, a tratar de desandar los caminos que nosotros no trazamos y en los cuales de todos modos estamos irremediablemente perdidos.
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