Estados Unidos: cuando la educación es el enemigo


Uriel Quesada_ Casi literalDesde hace cierto tiempo las universidades han estado en la mira de la ultraderecha, no sólo en Estados Unidos, sino en otros países. Es uno de los puntos álgidos de la llamada guerra cultural; esa invención que refleja los problemas del poder con relación al cambio demográfico, la disidencia y la crítica. JD Vance, el próximo vicepresidente de Estados Unidos, ha dicho que los profesores universitarios «son el enemigo». Esa descalificación tiene en la mira a la libertad de cátedra y revela el propósito —quizás vano— de un discurso nacional único, determinado desde las más altas esferas del poder y que busca consolidar una visión de mundo esencialista que se considera erosionada por el empuje de las minorías raciales y étnicas, y sus contra-discursos.

Durante años, los Estados más conservadores de la Unión Americana han utilizado diversas herramientas para minar la universidad pública, siendo los recortes presupuestarios la más usual. En Florida, sin embargo, las acciones han ido más allá, con los intentos del gobernador Ron DeSantis de influir en la conformación de las juntas directivas de las universidades (board of trustees) y de los nombramientos en puestos clave. La reacción de las instituciones fue apoyada por la agencia de acreditación regional, SACSCOC, lo que provocó la ira de DeSantis, una batalla legal y la proclamación de que las agencias de acreditación estaban dirigidas por marxistas lunáticos. Esas entidades, sin embargo, ejercen un poder burocrático para garantizar una educación superior de calidad, los derechos de los estudiantes y un sistema de toma de decisiones que incluya y proteja a los profesores.

¿Cuáles son algunos de los objetivos de la estrategia conservadora? Según varias fuentes, desmantelar las oficinas de diversidad, equidad e inclusión; reorientar el destino de los fondos para investigación; imponer valores ultraconservadores en el currículo, reprimir los discursos sobre derechos civiles o identidades de género, desregularizar el sistema educativo para darle espacio a instituciones con fines de lucro; y, probablemente, perseguir a enemigos políticos e ideológicos.

En el corazón de esta batalla está el Departamento de Educación. Si bien las autoridades locales regulan las escuelas primaria y secundaria, así como las universidades públicas, el Departamento de Educación se enfoca en los derechos civiles de los estudiantes, en el acceso de las poblaciones más vulnerables a una formación de calidad y en el cierre de las brechas entre sectores sociales. Maneja millones en ayuda financiera y regula el uso apropiado de esos fondos. Para alcanzar esos objetivos delega funciones en las agencias de acreditación regionales.

Los comentaristas dicen que, aun sin Departamento de Educación, estas funciones las tiene que ejercer alguna entidad pública. Algunas podrían pasar a manos de los diferentes Estados —la descentralización es un valor republicano—, y otras, al Departamento del Tesoro. Sin embargo, formas de acceso como los préstamos para estudiantes podrían privatizarse y volverse más restrictivas.

Lo que probablemente quede sin una infraestructura que le dé sustento será todo lo relacionado con los derechos civiles, incluyendo lo referente a personas con discapacidades. A eso habría que añadir el intento —evidente ya en Florida— de imponer una agenda ideológica en el currículo de las escuelas y universidades. La época de inclusión que ofrecieron los recientes gobiernos demócratas podría entrar en sus etapas finales.

Un caballo de batalla ha sido calificar a las universidades de reductos elitistas, desconectados con las realidades del país. Quizás eso pase en Harvard o en Stanford, pero esas universidades no educan aproximadamente al 94% del estudiantado. Lo que sí resulta cierto es que hay una brecha de ingreso y movilidad social entre quienes estudian y quienes no. Y ese bienestar no debería ser carne política.

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