Mientras releo algunos aspectos apasionantes de la personalidad de Alfred Jarry, pienso que las épocas actuales se han quedado laceradas de auténticos artistas, por lo menos en nuestros venidos a menos países tercermundistas. Sin quererlo, y casi con la inocencia de un niño que juega trocitos, Jarry logró remover y escandalizar a la sociedad moralista de su época. Para ello, no necesitó de maquiavélicas argucias ni complicadas retóricas, sino más bien expuso su desnudez tal cual era. Estoy seguro que si Jarry hubiera sido sometido a evaluaciones psicológicas en este siglo XXI que se abre paso, talvez habría sido diagnosticado y etiquetado con algún tipo de retraso mental porque era un niño adulto que se complacía en simplificar sus personajes como lo haría un infante parvulario que traza gruesas líneas a crayón de cera.
No quiero decir con esto que la propuesta de este dramaturgo peque de simplismo o carezca de profundidad; por el contrario, él encarna el adagio popular que reza que solo los niños y los borrachos dicen la verdad. Y las verdades de Jarry, su «¡Merdre!» dicha a todo pulmón durante el estreno de Ubú Rey en el Teatro de L’Oeuvre (1896), pusieron los pelos de punta a la más encopetada sociedad parisina que, sin duda, vio aquella mierda dicha en un templo de la cultura como señal apocalíptica.
Pero el arte de Jarry, su teatro, era el de un niño que aún ve con asombro el mundo y lo recrea con inocente espontaneidad. Un arte que, por ser tan fresco y sincero, cala amenazante en la conciencia de un espectador hipócrita que se aferraba a tanto trapajo victoriano, pero también era un claro y auténtico signo de rebeldía que desafiaba las estructuras establecidas. Porque sí, es cierto, para ser un artista se necesita algo más que ser un cerdo burgués que se atraganta de vino en fiestas cortesanas; de hecho, para serlo es indispensable no encajar, no adaptarse, rebelarse contra lo instituido. Ese inconformismo es un sello de agua que se trae al nacer. ¿O de qué manera podría crear nuevos mundos o hacer una propuesta novedosa un artista que, simplemente, se ajusta al engranaje?
La rebeldía de Jarry fue consecuente con su corta vida. Como medio de suicidio eligió el alcoholismo porque talvez representaba la forma más dulce de salir de un prosaico mundo que aprisionaba su libertad. Para él, como para muchos artistas malditos de su época, la muerte significaba tan solo una dulce sinfonía que ensancharía su mundo.
¡Hoy, esa estirpe de artistas ya casi no existe!
Basta asomarse a los círculos literarios y artísticos para darse cuenta que fueron invadidos por extrañas especies que parasitan a expensas de una actividad que, en un tiempo, fue sagrada. Pavos reales que mueven sus enormes egos cual tocados de plumas de aspirantes a reinas de belleza; la más rastrera especie de zorros comerciantes que medran a expensas de grandes capitales mientras acomodan camaleónicamente su ideología; ratas zalameras que prostituyen su arte por las migajas que están dispuestas a recibir; prudentes falsificadores de verdades, tan políticamente correctos, que viven con la angustia diaria de no herir las susceptibilidades de sus poderosos mecenas, llámense iglesias, políticos, empresarios o narcotraficantes —por cierto, con esa actitud de huevo tibio, estos se convierten en la especie de la peor calaña, pues son los primeros en meter zancadilla a quienes consideren sus contrincantes—; o también, aquellos mediáticos que gustan rodearse de tropeles publicitarios para agenciarse de una efímera fama. No se deben olvidar tampoco aquellos que, en aras de ganar protagonismo, abrazan cualquier causa mientras practican activismo social. Por último, tampoco pueden faltar aquellos que recurren al clisé gastado de la incomprensión y la neurosis, y convierten su vida en un esbozo maltrecho de artista.
Quizá nadie de los que dicen llamarse «artistas» —entre los que también me podría incluir— puedan sustraerse a ser, en un determinado momento, alguna de estas alimañas. La vanidad es que el ego, el oportunismo, la fanfarronería o esa visión tan dramática que suelen tener de la realidad puede jugarles malas pasadas, como también se las pudo haber jugado a estos auténticos artistas del pasado. Lo cierto es, como decían las abuelas, que «el que es perico donde quiera es verde», y el verdadero artista irá por el sendero correcto siempre que tire «merdre» a la realidad que lo circunda; es decir, siempre que sea capaz de hacer una valoración crítica de lo que ocurre a su alrededor. Un artista que se amolda a jugar con el poderoso termina siendo un bufón, una mesalina, y no hay que olvidar que también hay mesalinas de lujo.
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