Es un poco difícil tratar de responder qué es ateísmo sin correr el riesgo de no ser lo suficientemente exhausto al definir este término. En principio se podría decir que ateísmo es una postura de vida en relación con el tema de la existencia de dioses o seres sobrenaturales. Esta postura desecha cualquier posibilidad de creer en su existencia, lo cual implica rechazar cualquier creencia o práctica religiosa asociada con el pensamiento mágico del religioso. Y es que para el ateo las creencias religiosas no se diferencian del pensamiento mágico y animista, como suelen distinguirlas los teólogos y críticos que han estudiado la evolución de las religiones primitivas. Un ateo, simplemente, no cree en la existencia de dioses ni realiza prácticas de adoración o veneración de estos seres creados por la imaginación humana. De la misma manera, no acepta que existan hechos sobrenaturales y, si no consigue darle una explicación a todos los fenómenos que observa, considera que se deben a deficiencias en el razonamiento u observación que se haga de ellos y no a que se originen a partir de leyes que transgreden la naturaleza.
Uno de los más notables prejuicios que se tiene sobre el ateísmo es relacionarlo con lo que parece «malo», aberrante y poco deseable. Tradicionalmente se ha relacionado al ateo practicante y militante con un paria, en contraposición con el religioso, al que se le acuñan los valores e ideales deseables. Lo que nadie parece recordar al momento de tratar sobre valores y antivalores es en su relatividad. Así, el ateísmo es considerado una posición «mala» en la medida que cuestiona y pone en duda los dogmas, que sin duda les sirven a muchas personas para vivir o para mantener tranquilas sus conciencias.
En este aspecto, también juega un papel de mucho peso la tradición religiosa que, a partir de fórmulas establecidas como el rito, ha cimentado su poder. Sin embargo, las cosas no son malas ni buenas per se. El problema es que, al igual que la religión, es un poco difícil hablar de bondad o maldad con objetividad. Por lo menos el ateísmo no es malo para el que lo profesa; por el contrario, es una práctica deseable porque libera el pensamiento de resabios irracionales y obliga a las personas a pensar con lógica. Muchas personas religiosas pueden predisponerse a pensar que un ateo es malo solo porque se atreve a cuestionar sus creencias, y desde su punto de vista —nótese la actitud egocéntrica del religioso—, cuestionar el dogma es uno de los peores «pecados» que se pueden cometer.
El campo de la ética y la axiología amplía la visión y le permite a las personas actuar de acuerdo con un sistema de valores elegido por ellas mismas y no impuesto por una doctrina. Aunque en algún momento se pueda experimentar una sensación de abandono y orfandad, los ateos suelen responsabilizarse de sus propias vidas y, además de dirigirlas en un margen más amplio de acción, lo hacen con menos sentimientos de culpabilidad y sin esperar la aprobación de una fuerza superior.
Otro de los prejuicios más comunes con respecto al ateísmo es vincularlo con el pensamiento científico, lo que explica en gran medida, dicho sea de paso, esa aberración que suele tener el hombre y la mujer común hacia los temas científicos. De ahí, pensar que el ateísmo es «científico» es una afirmación que parte de una suposición prejuiciosa.
El ateísmo no es ciencia ni puede ser científico, tan solo es una postura de vida. Esa relación que popularmente se tiende a hacer entre ciencia y ateísmo es ilusa porque ni todos los ateos son científicos ni todos los científicos son ateos. Solo basta confrontar cualquiera de estas premisas para que se haga evidente la falsedad de estos juicios. Lo que sí es cierto es que un ateo se puede valer de argumentos y evidencia científica para debatir las creencias religiosas, pero eso es completamente diferente.
El problema de Dios o de los dioses es algo que no le atañe a la ciencia precisamente porque no existe evidencia científica de su existencia. En sus limitaciones, la ciencia tiene la suficiente humildad para reconocer que no le puede dar una explicación a toda la realidad. La ciencia es un tejido racional que no subsiste sin las pruebas empíricas. Al científico, sea de la especialidad que sea, ni le interesa ni le incumbe comprobar la existencia de «Dios». Especular —y ojo que en este aspecto solo se puede hablar de especulación— sobre este tema es tarea de la filosofía, de la metafísica y la teología. En esta discusión, el ateo exige evidencias tangibles y, en ese punto, su rigor es el mismo del pensamiento científico.
Un tercer prejuicio hacia el ateo consiste en presuponer que esta persona necesariamente ha pasado por una experiencia dolorosa que la ha llevado al borde de la desesperanza y que, a partir de esta experiencia, ha generado un cambio sustancial en su vida. Quienes asumen esta posición piensan equivocadamente que en el futuro tendrán la posibilidad de enfrentar un nuevo evento que les permita encauzar su vida; pues no hay pensamiento más prejuicioso y dañino hacia el ateísmo que este. Esta forma de pensar da por sentado que ser religioso es algo «natural» mientras que el ateo transgrede la norma; sin embargo, ningún estudio sobre el desarrollo humano ha sugerido la idea de que la conducta religiosa o antirreligiosa tenga un componente innato. En todo caso, sí hay suficiente evidencia de que la conducta religiosa se moldea por la cultura.
El medio juega un papel decisivo en la manera como vemos el mundo. Eso explica por qué la cultura occidental es eminentemente judeo-cristiana, por ejemplo. Ahora bien, no tiene nada de extraño que se considere la conducta religiosa como norma y pensar que un ateo puede «convertirse» o «desconvertirse», pero de alguna manera siempre estará subordinado a lo que se considera «normal». De nuevo se comete ese sesgo precisamente porque el pensamiento religioso se cree poseedor de una verdad absoluta que se convierte en el centro del universo. Todo cuestionamiento que transgrede su esencia es considerado, de alguna manera, dependiente de su posición. Así, los religiosos cometen un error de apreciación al creer que todo debe regirse necesariamente por una ley divina. Esto no solo los incapacita para adoptar otras perspectivas, sino que también quieren hacer de la religión la vara a partir de la cual se juzgue todo pensamiento divergente. Dentro de los ámbitos religiosos radicales se ha cimentado tanto esta posición, que cualquier intento de secularización o cualquier síntoma de pensamiento independiente es percibido como una amenaza.
Un cuarto prejuicio hacia el ateísmo es calificarlo como una postura de confrontación, si bien es cierto que el ateísmo militante ha cuestionado públicamente los asideros del pensamiento religioso. De nuevo no se debe olvidar los siglos de tradición religiosa que se han asentado institucionalmente y que ha hecho que la gran mayoría de la población mundial abrace un credo. Sin embargo, como lo vuelve a demostrar la lógica, la existencia de esta mayoría por sí misma no invalida a ninguna posición alternativa, entre ellas el escepticismo, el agnosticismo y el ateísmo; por tanto es comprensible pensar —aunque al hacerlo se cometa una falacia— que solo por el hecho de existir un pequeño grupo que no encaje con las creencias de la mayoría, este grupo necesariamente quiere generar confrontación. En todo caso, basta revisar en la historia para caer en cuenta que las religiones han confrontado y polarizado mucho más a la humanidad que cualquier postura alternativa.
La posición atea ha generado todo un sistema de crítica que ha expuesto muchos de los yerros que forman el basamento religioso. De ahí que mucha de la crítica religiosa, como es de esperarse con las doctrinas que ostentan grupos de poder, se ensañe más en crear terror ideológico que en atacar las ideas. Esto explica por qué en sociedades conservadoras una posición atea puede ser percibida como amenazante. No se puede esperar otra cosa. La postura de un ateo pareciera espantar a una sociedad con profundos valores religiosos, pero ese problema no es del ateísmo sino de la sociedad, porque si un religioso tiene muy bien arraigados sus principios, no debería sentirse afectado por alguien que cuestione su creencia. Lamentablemente, los religiosos en nuestra sociedad no tienen esa madurez y apertura. Miden todo a partir de sus creencias, por eso insisten en apropiarse de espacios públicos y se creen con la facultad de dictar qué es lo bueno y qué es lo malo socialmente.
Un último aspecto de interés es dar por sentado que existe una especie de «espiritualidad» —o por lo menos que existe para los ateos—, palabra esta tan mañoseada como lo permite la retórica o el uso connotativo del lenguaje. Lo digo porque en una entrevista reciente me han preguntado si existe la espiritualidad y, de ser así, si esto no es contrario al ateísmo. Pues bien, la espiritualidad es algo que al ateo no le interesa mucho. Por lo menos desde mi experiencia, mi ateísmo es materialista y la conciencia humana no es más que el resultado del funcionamiento del sistema nervioso. Desde ese punto de vista es descartable la existencia de eso que se llama espiritualidad. Claro que desde el punto de vista antropológico, psicológico y sociológico es un constructo interesante, pero no es más que eso y, por tanto, la espiritualidad es pura creación humana.
Eso que se ha dado en llamar «espiritualidad» para definir al mundo de los valores, al patrimonio intangible y a la cultura misma no es más que una expresión de ese sustento material que nos hace seres humanos sin que exista nada sobrenatural detrás de ello.
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