Un insólito crimen bajo las candilejas de un teatro insólito


LeoLa novela negra, inspirada en el relato policiaco, es uno de los géneros que más popularidad han ganado en los últimos tiempos. Dentro de la industria editorial algunos thrillers se han convertido en Best Seller que, de la noche a la mañana, ha llenado el bolsillo de empresarios, libreros, distribuidores y escritores. Este fenómeno, sin duda, llevará a preguntarse a los críticos y al público más sesudo sobre cuál es el secreto que estas historias trilladas y, hasta cierto punto, predictibles, tienen para atraer la atención de infinidad de lectores. Es posible que el éxito se deba en gran medida al suspenso que genera una trama construida a partir de muchas acciones que mantienen la atención en vilo constante.

Claro está, la literatura se vale de sus propios códigos para ir creando ese ambiente de suspenso que resulta tan cautivante. Sin embargo resulta demás interesante cuando ese mismo efecto se produce desde el complejo universo del teatro, en el que la palabra se hace imagen presente, vívida, corpórea, tangible y, al mismo tiempo, efímera; porque es muy cierto esto de que el teatro es la creación de la ilusión efímera, esa ilusión que nace desde que se llega a la butaca y que fenece al caer el telón. Imagen irrepetible y condenada al olvido y sin embargo capaz de permanecer en la memoria si logra trazar en ella una indeleble huella, un claro rasgo con la frescura cantarina del agua que corre arrulladora en un río.

Pero sin caer en exaltaciones emotivas de ningún tipo, iré directamente al grano del asunto. Un espacio bien ganado merece la puesta en escena que bajó hace algunas semanas en el auditorio del Instituto Guatemalteco Americano (IGA). Me refiero a la comedia policiaca El insólito caso del señor Morton, del joven dramaturgo mexicano Martín Zapata, dirigida por Diana Paola Alvarado e interpretada por un elenco de jóvenes actores que han puesto de manifiesto su histrionismo y capacidad interpretativa.

He de confesar que el año pasado tuve oportunidad de asistir a esta puesta en escena con casi el mismo elenco, pero fui incapaz de escribir algo, no por la indudable calidad del montaje sino más bien debido a la imposibilidad que en ese momento experimenté para aprehender la esencia de la pieza, dada la vertiginosidad en que se suceden las acciones dramáticas. En cambio ahora, después de un primer encuentro estético, me sentí mejor preparado para penetrar en los visos de su construcción. En realidad no es una pieza tan compleja desde su arquitectura dramática: las acciones giran alrededor de un crimen que debe ser desentrañado. El detective, que es a su vez el protagonista, va pasando de una peripecia a otra conforme va entrevistando a cada uno de los personajes, quienes viven en el edificio de apartamentos donde ocurrió el delito. En cada uno de esos encuentros pareciera aproximarse un poco más a la solución del caso, aunque en realidad algunas veces da la sensación de que se cae en una especie de acertijo que es imposible de descifrar.

Con todo y esto, el crimen cometido se convierte en un aspecto secundario que, si bien delimita el eje de toda la puesta en escena, al final de cuentas es el pretexto para exhibir un interesante museo de parafilias y manías que exponen cada uno de sus personajes. No es que los personajes representen a grandes héroes de zagas épicas o a complejas personalidades perturbadas dignas de un canapé freudiano. Son más bien personas comunes y corrientes, de esas que vemos a diario y que aparentan una vida tan normal pero que por lo bajo son un hervidero de pasiones que denuestan y desafían a la sociedad burguesa: el voyerista, la exhibicionista, la buscona, la zoófila; son algunos de los caracteres que desfilan entre otras taras y pasiones malogradas.

En ese ir y venir estrepitoso las acciones se desarrollan más que en la línea de suspenso, en ese tono festivo de humor negro y sarcástico a través del cual se expone una sociedad degradada que vive de las apariencias y que mantiene como escudo la doble moral en la que se refocila.

Debe aclararse que la riqueza de imágenes en la propuesta no se apoya en una aparatosa escenografía ─con lo que tampoco estoy diciendo que la producción sea descuidada─ sino más bien, como lo debe hacer todo teatro que se considere como tal, en una brillante actuación, ese tipo de actuación característica que es capaz de llenar, por sí sola, el cubo escénico. Con algunos trazos de farsa clásica, los personajes ganan mucho en plasticidad y expresividad, pero al mismo tiempo saben ser orgánicos; es decir, sus actuaciones convencen porque ellos mismos están convencidos de las motivaciones propias del personaje, de manera que al vestirlo la piel del personaje pasa a ser la propia piel del actor. Claro que, dada la experiencia de algunos actores, esto es perceptible más en unos que en otros pero en conjunto alcanzan un nivel aceptable; y además generan simpatía entre los espectadores, quienes asisten a un escaparate de horrores y deformidades mediado por la gracia natural de los intérpretes. Mucha de esta armonía logra conseguirse debido a la precisión y limpieza en el movimiento. No debe olvidarse, al final de cuentas, que en teatro una conducta compleja y una acción solo es visible a partir del movimiento. Así que en tanto mejor se exploren los recursos expresivos corporales del actor, más claro y de mayor calidad serán los resultados en escena. Esto lo sabe muy bien el grupo de actores que intervino en esta pieza, demostrando con ello que para hacer un teatro de calidad, capaz de mantener la atención en todo momento, se necesita primordialmente de una buena actuación.

Por lo demás, aunque la indumentaria, el juego de luces y la musicalización fueron muy acertadas, todos estos signos, valiosos en sí, terminaron siendo accesorios que realzaron aún más una interpretación memorable y por la que el público se siente agradecido.

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