Hace unos meses mi esposo me contó que había coincidido con un amigo de juventud en un curso en línea y que entonces solo veían sus pequeñas cabezas en el monitor. Me dijo que se pondría en contacto con él para coordinar una posible salida a tomar un café. El tiempo fue pasando, el curso finalizó y por algún motivo no intercambiaron teléfonos, pero yo le insistí: «Andá a tomar café con tu amigo Emilio». Entonces de algún modo lograron ponerse de acuerdo.
Los días pasaron muy rápido y cuando por fin ya tenían fijada la fecha y la hora, el destino les aviso que el encuentro no podría ser posible: un infarto fulminante se llevó a Emilio al otro lado. En ese momento recordé las ocasiones, hace algunos años, en que fuimos a su casa. Él era de padres italianos, afable, con voz firme, amante de la buena cerveza y de los asados; nos sentábamos en su sala a conversar sobre lo que se conversa en las noches de luna llena o en cualquier otra noche en que no sabemos cómo está la luna.
Mi marido, consternado, acudió al entierro con un saco oscuro que usaba para entierros, y anonadado por la premura con que le arrebataron el último encuentro, se dispuso a acompañarlo en el último adiós y de paso darle el pésame a la viuda. Porque Melania, su esposa, se había convertido en viuda. Quién iba a decir que aquella pareja terminaría separándose a causa de la muerte repentina.
Luego del entierro llevé el saco oscuro a la tintorería. Pensé que era necesario porque en verdad ese saco también había funcionado muchas veces para que mi marido fuera bien presentado a las bodas —dos rituales— y ya merecía una limpieza profunda. Al llegar a la tintorería le dije a la señora que me atendió que la vida es corta y que ese saco oscuro había participado tanto en bodas felices como en el entierro triste de un amigo con el que mi esposo iría a tomar café pero cuyo encuentro ya no se dio por las razones que ya expliqué. «La vida es corta», le repetí.
Entonces la señora, mientras colocaba el saco en la bolsa de sacos usados para entierros tristes, me dijo —como si me estuviera contando un cuento de Juan Rulfo—: «Mi hermano se suicidó cuando éramos jóvenes. Se escapaba de la casa y mi mamá me mandaba a buscarlo al río. Él se escondía, yo lo llamaba, y finalmente respondía a mi llamado y volvíamos juntos a casa. Nosotros nos distanciamos por problemas con su esposa, y un día hace unos meses, me llamó y me dijo: “Hermana, yo la quiero, pero me voy a suicidar”, y se tiró al río. Y el río se lo llevó. Y yo lo busqué. Lo llamé como cuando éramos pequeños. Pero encontré el cuerpo flotante de mi hermano incluso antes que lo hiciera la Cruz Roja».
Ella se despidió de su joven hermano y yo le mencioné una anécdota que había escuchado tiempo atrás, donde en una ocasión una mujer le preguntó al padre Ignacio Larrañaga si los que acababan con su vida se iban a infierno; y él, agarrándose las mechas y con total seguridad y aplomo, le contestó: «¡Mujer, esos son los primeros que llegan al cielo!».
Recordé a Octavio Paz en La Llama doble cuando nos habla de la fusión de ver y creer, donde en la conjunción de esas dos palabras está el secreto de la poesía y el de sus testimonios: aquello que nos muestra el poema no lo vemos con nuestros ojos de carne, sino con los ojos del espíritu. La poesía nos hace tocar lo impalpable y escuchar la marea del silencio cubriendo un paisaje devastado por el insomnio.
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