Hace unos tres años viajé a Cozumel, México. Fue la primera vez que mi trabajo como abogada me permitió hacer un viaje en el que además pude invitar a mi esposo.
Recuerdo que esa semana se llevaría a cabo en Cozumel la competencia Ironman y que cuando hicimos escala en el aeropuerto de la Ciudad de México, en la sala de espera con mi marido al lado, me di gusto viendo a todos los atletas. Ellos, mientras tanto, alistaban sus equipos, sus bicicletas desarmadas en mil pedazos y mostraban sus caras de individuos saludables.
En el avión ocupamos un asiento de tres plazas mi marido, un atleta y yo. Nos dispusimos a conversar con el desconocido. Era una típica conversación de avión para personas sentadas en clase económica. Él llegaba a México desde California y nos preguntaba si nosotros también íbamos a Cozumel a competir, a lo que respondimos que no. Luego nos preguntó qué deportes practicábamos y creo que dijimos que ninguno.
Para aquel entonces nuestra actividad física no era tan frecuente. Yo me había tirado un clavado a hacer mi maestría y mi esposo vivía trabajando hasta altas horas de la noche, así que cambiamos la conversación hacia otros temas. Sin embargo, me sentí encantada de que un atleta con todas las letras hubiera pensado que nosotros también lo éramos.
Una vez en el hotel inspeccionamos la playa rocosa y fría. Sin quererlo recordé al atleta californiano diciendo que para qué rayos íbamos a Cozumel, si en Costa Rica las playas eran espectaculares. No importa, había que sacarle provecho a lo que había: un viaje cien por ciento pagado por el sudor de mi frente al que no llevamos ni relojes ni celulares, una isla, un hotel y una competencia Ironman. Eso no era de todos los días.
Nos despertamos de mañana y fuimos a desayunar. Nuevamente el californiano apareció en escena, esta vez listo para entrenar. Ambos coincidimos en el área del buffet del hotel donde casualmente nos hospedábamos, justo donde estaba la tostadora. Él calentaba sus tostadas y yo esperaba mi turno. Mi esposo, mientras tanto, se encontraba en otra área investigando los quesos y las frutas de la isla.
El tiempo muerto me dio chance para observar con detenimiento al atleta, quien en ese momento se encontró con una amiga suya, también atleta. Eso inferí porque hablaban de sus tiempos en bicicleta y de algunos tecnicismos que acaso utilizan solo los atletas californianos que se conocen desde la infancia. Vi que en el cuerpo de la chica no había porcentaje de grasa mala y sus músculos marcados me recordaron que yo no me veía así. Empecé a hacer una serie de cálculos mentales y saqué conclusiones interesantes. Pensé que si no me hubiera clavado estudiando habría tenido más horas de gimnasio para esculpir mi cuerpo y tenerlo como la amiga del californiano.
Llegué a la mesa y mi esposo estaba comiéndose un pedazo de sandía. Sentada frente a él pensé en el erotismo como un punto de convergencia a ciegas, esa máxima donde lo importante atraviesa lo cerebral y no solamente lo carnal. Entonces recordé que los matrimonios atraviesan pasos difuminados entre zonas grises con paradas áridas donde algunas veces abunda la monotonía, pero otras veces, después de desempolvar las ganas, los detalles y sobre todo el diálogo, se vuelve a armar lo desarmado, como en los rompecabezas que se han armado una y mil veces a ojos cerrados con total confianza en cada figura, sin importar que el rompecabezas esté usado, arrugado, desprovisto del olor de lo nuevo y de la emoción de las primeras veces.
Mientras me tomaba un té caliente le hablé del encuentro que había tenido con los dos atletas. Le hablé sobre los atletas de cuerpo casi perfecto y nos reímos de mis horas entregadas al vicio de la academia y a las ocasiones en que me entusiasmaba pagando paquetes de gimnasio de doce meses por adelantado que nunca jamás usaría.
Después cerré mis ojos y me encontré a ciegas y satisfecha, sentada con mi compañero de viaje.
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?