Hace pocos días tuvimos noticias sobre la muerte de un poeta y músico mexicano, por sus propias manos, y de nuevo vuelvo a pensar que el suicidio suele orlar la trayectoria de muchos creadores culturales que, en algunos casos, además de que se sumen como grandes pérdidas personales y sociales, produce efectos secundarios que residen en la mística trágica pero atractiva de la depresión, en especial de la muerte y sus abismos.
Emilio Salgari, Mariano José de Larra, Yukio Mishima, Stefan Zweig, Sylvia Plath, John Kennedy Toole, Virginia Woolf, Anne Sexton, entre muchos otros nombres, le antecedieron porque de por sí, solitarias y misteriosas, para ellos la muerte es como Prometeo, aquel que robó del Olimpo el fuego que Zeus había negado a los mortales. En este caso, ese fuego es esa palabra que no se encuentra en diccionarios y es, muchas veces, una manera de liberar todo lo que atormenta el alma. «¿Por qué temerle si es algo natural, como el nacimiento, o quizá pueda ser la respuesta sensata a una vida atribulada?», dijo alguna vez Ernest Hemingway, otro suicida ilustre y recordado.
He visto que no solo pasa con los escritores, pero entre nosotros, de manera variopinta, ocurre más. Es la preocupación que más nos asusta, y no se llega a esa solución sin pensar muy bien el método: el riesgo de quedar vivo es peor, porque anuncia que se es un mortal común y corriente. Algo que realmente merezca la pena si, además del talento que se le supone, no tiene la valentía de asomarse a los abismos que se abren ante sus ojos, ni de despeñarse por sus riscos, pero también deja historias literarias que nadie ha tocado.
Los escritores suicidas, un libro a mitad de camino entre el ensayo y la(s) biografía(s), resulta al final un grato «paseo por la literatura», según el autor José Antonio Pérez Rojo, psiquiatra y psicoterapeuta, quien ha querido narrar la historia de un puñado de creadores que no pudieron evitar quemarse con el fuego de Prometeo, precisamente porque se habían atrevido a ir a buscarlo.
Si bien no puede establecerse de forma categórica una mayor incidencia de suicidios entre los escritores que entre la población general (la dificultad de delimitar con precisión la profesión de escritor es una de las muchas razones que impiden semejante estadística), Pérez Rojo cita estudios según los cuales sí cabe inferir un índice superior de patología mental «que otros profesionales considerados de éxito». «El viaje de la creatividad es azaroso ̶ reflexiona ̶ . Se necesita una estructura interior fuerte para que el viaje pueda ser de ida y vuelta, no sólo de ida».
La noción de patología mental, resbaladiza en extremo, nos conduce a la relación mil veces comentada entre creatividad y locura, y suele pasar por alto en demasiadas ocasiones que los locos de ayer podrían ser los extravagantes de hoy. Tras varias crisis nerviosas, Gérard de Nerval volvió a ser internado después de haber sacado a pasear a una langosta con un lazo azul por los jardines del Palais Royal de París. En nuestros días, quizá saldría en las revistas del corazón y marcaría tendencia.
Repasaremos ahora las formas más comunes de la historia del suicidio entre escritores, dejando en claro que algunas formas de quitarse la vida sólo admiten la interpretación de un psicoanalista, pues es un más que interesante ejercicio:
- Por ahorcamiento, la más común.
- Por arma blanca, incluidos cuchillos, navajas y abrecartas empleados por Salgari, Nicolás de Chamfort, Louis Verneuil o Ernst Weiss, cuando vio la entrada de las tropas nazis en París desde la ventana de su hotel.
- Rápido y preciso: arma de Fuego, como las que usaron para quitarse la vida Hemingway, Larra, Jan Potocki (supuestamente con una bala de plata), Sándor Márai, Felipe Trigo y Vladimir Maiakovski, entre otros muchos. Heinrich von Kleist disparó contra su musa y compañera, enferma de un cáncer avanzado, antes de dirigir el arma contra sí mismo. Rudolf Tésnohlídek se pegó un tiro a imitación de su primera esposa; al conocer la noticia, su tercera mujer se gaseó.
- Salir con una bolsa llena de piedras que se han coleccionado durante años, como Virginia Woolf o Paul Celan; o irse a dar un paseo a la mar como Ángel Ganivet o Alfonsina Storni.
- Muerte por barbitúricos, acompañados o no de alcohol, como lo hicieron Alejandra Pizarnik, Cesare Pavese, Leopoldo Lugones, Malcolm Lowry (aunque lo suyo pudo ser accidental) y Kenneth Halliwell, que antes había matado a martillazos a su amante. El dramaturgo británico Joe Orton, Arthur Koestler y Stefan Zweig eligieron también los barbitúricos, pero murieron acompañados de sus mujeres.
- De oportunidad: Tamiki Hara, sobreviviente sin una herida a Hiroshima, optó por lanzarse al paso de un tren; Jerzy Kosinski y Gabriel Ferrater recurrieron a bolsas de plástico para hallar la muerte, otros saltaron por una ventana.
- Forma rara, autodecapitación, que es ̶ digamos ̶ una forma difícil de morir; sin embargo, está el glamoroso estilo samurái de Mishima.
- Con gas: Tadeusz Borowski, autor de Por aquí se va al gas, damas y caballeros y sobreviviente de Auschwitz, se suicidó dos años después de publicarlo y tres días después del nacimiento de su hija. Esta última modalidad de suicidio, en diversas variantes, ha tenido bastante predicamento entre los escritores. Además de John Kennedy Toole, recurrieron a ella Anne Sexton, Inge Müller, Yasunari Kawabata o Sylvia Plath, que antes de meter la cabeza en el horno dejó en la habitación de sus hijos dormidos un plato de pan con mantequilla y dos tazas de leche, por si se despertaban con hambre.
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