Secretos vergonzosos de un país feliz


Dlia McDonald Woolery_ Perfil Casi literalEn materia de violencia y género, el femicidio es una imposición social que nos acompaña desde la prehistoria, pero hoy hablaremos del secreto mejor guardado —y el más vergonzoso— del país más feliz del mundo: mi país.

Al momento de enviar este artículo a mi editor, van veintidós mujeres asesinadas en menos de tres meses en Costa Rica, el retrato de un país muy distinto al que todos conocen, con hijas y esposas que vivieron toda una vida a la sombra de sus padres, hermanos, que en vida callaron y ahora figuran entre las estadísticas nacionales más escondidas: las que dictan que tres de cada cinco mujeres sufren de violencia doméstica en este país, y que por lo menos dos mujeres mueren al mes sin que nadie sepa nada o sin que las autoridades se interesen en esclarecer los hechos.

La muerte nos acompaña siempre, sin embargo, al menos yo veo diferencia entre ella y el deseo que tienen algunas mujeres de estar con alguien fuerte, que las abrace «como se lo merecen» y con quien, una y otra vez, siempre deseen volver, engañándose a sí mismas. Puras «mentiras dolorosas», como las llamaba Mark Twain.

Sin embargo, pese a que nos hacen creer que se trata de un mal de los últimos tiempos, los femicidios en Costa Rica no son nada nuevo. De hecho, se han ido acumulando en nuestra memoria colectiva como se acumulan las malas acciones en una conciencia sucia. La violencia no solo se resume en las tasas de homicidios que escuchamos en los noticieros, sino en los gritos y golpes que reciben nuestras vecinas al mismo tiempo que cerramos la ventana y bajamos la voz para que no sepan que estamos ahí escuchándolas, pues para entonces ya nos habrán dicho varias veces que las marcas en sus pieles se deben a un resbalón por las escaleras y que no quieren que nadie llegue a auxiliarlas.

Tengo una amiga sexo-dependiente que me confesó necesitar de un honey como su papá, el mismo que cuando era niña le decía «¡No me sale a la calle!» y ella no salía por temor a que le contaran que la habían visto en la esquina, en motocicleta, con el hijo de una tal Verónica que también se deshacía en los rincones de su casa en medio de los gritos de su padre. Su mirada cambia cuando me habla de eso, de sus amores, y me asegura que «no es culpa de ellos tratarnos como nos tratan, porque fueron sus madres quienes los educaron así», y agregaba: «Yo por eso siempre he querido un esposo como mi papá, que le decía a mamá que no podía ponerse ropa de colores alegres porque era pecado exhibirse a la vista de los varones de la casa»; el mismo hombre que, por cierto —yo misma lo recuerdo bien— encerraba a mi amiga en el baño para golpearla si llegaba tarde de la escuela. Incluso la llegó a golpear por cosas tan absurdas como gastar o perder los lápices de colores, que debían durarle todo un año lectivo con la punta afilada y pobre de ella si no sobrevivían a fin de año.

Claro, todos recordamos las cosas de distinto modo cuando nos conviene, por eso no me extrañó el final: hace años, su honey casi la mata, pero ella asegura que fue un accidente, que «él no quiso» lastimarla. Mi amiga aseguraba que nadie la iba a alejar del hombre de su vida, el hombre alto (que su honey no es), fuerte (que su honey no es), guapo (que su honey no es), igual a su papá (que su honey tampoco es) y valiente (mucho menos esto) que siempre soñó.

Todos tenemos nuestra propia historia de dolor y de mentiras. Mi amiga lleva catorce años preguntándome por qué nunca voy a verla, y es sencillo: no me gustan los cementerios, y menos ser consciente de que ella muere lentamente sin saberlo.

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