Desde hace unos cinco o siete años a la fecha, las presentaciones de teatro en Guatemala se han diversificado y mejorado sustancialmente. Tener la opción de ver una obra de Jean Paul Sartre en una noche de viernes dice mucho, y dice más que la sala del Lux esté llena. La necesidad de consumir arte es latente; más barata que una ida al cine con su pobre cartelera hollywoodense y más retadora para un público que está cansado de las tragedias políticas y sociales.
Lo interesante del arte es compaginarlo con la realidad. La pieza en un acto A puerta cerrada, de Sartre, plantea una divertidísima y retorcida idea sobre el infierno, ese mismo que encierra culpa, tortura y verdades desvirtuadas, tesis filosóficas fascinantes. La idea del fuego eterno que devora sin llegar a las cenizas es caracterizada por personajes-espejos. Cada uno de los protagonistas es verdugo del otro; y es tan cierto eso que nuestra imagen en los espejos está tan domesticada, que cuando tenemos que reflejarnos en otra persona, el código casi siempre está roto.
La maldad resulta tan humana, y las consecuencias, pues inexorablemente justificadas. Lo gracioso del caso, porque en los infiernos también se ríe, es que los personajes no tienen tan claro qué hicieron en vida para compartir esa habitación con muebles feos y con huéspedes tan crueles.
Un día me contaron la historia del pecador que se arrepentía, en horario chapín, a última hora. Con intercesión de la Virgen María (porque católica era la historia) lograba su regreso a la tierra para que empezara de cero, un fácil borrón y cuenta nueva. Ese cuento se parece a los tribunales guatemaltecos, que después haber robado y sido un criminal sin escrúpulos, el ajusticiado usa amparos que resultan ser sus vírgenes que perdonan y olvidan todo un actuar retorcido y torturante para otros.
Me gusta creer que los infiernos se viven en este mundo. Guatemala precisamente no es un paraíso, más pareciera un limbo para fantasear con esa atmósfera religiosa popular. Me gustaría creer que los torturadores de los corruptos y criminales se las cobrarán todas en esta vida. Lo lógico, lo básico, lo justo sería que pagaran por lo que han hecho, en su justa medida, claro. Y para los desmanes impensables… pues castigos suficientes, ¿no funciona así la cosa?
Debería alegrarnos de que no vivimos en la Edad Media, donde el castigo al fuego eterno era el único móvil para guardar “la compostura social” (algo que ni la Iglesia se creía por ese entonces). Estamos en una crisis política y social donde hemos permitido que el infierno sean los demás para nosotros mismos.
“INÉS. – ¡En el infierno! ¡Condenados! ¡Condenados!
ESTELLE. – Cállese. ¿Quiere callarse? Le prohíbo que emplee palabras groseras.
INÉS. – Condenada, la santita. Condenado, el héroe sin reproche. Tuvimos nuestra hora de placer, ¿no es cierto? Hubo gentes que sufrieron por nosotros hasta la muerte y eso nos divertía mucho. Ahora hay que pagar”.
¿Qué tan verdugos queremos ser? ¿Estaremos pagando los errores pasados? Quizá debería ser afirmación. Para hablar de eternidades, alguien dijo ya que este es el país de la eterna tiranía. Si ya no hay aires de Edad Media ni de Colonia, ¿por qué debemos resignarnos solo con la justicia divina?
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¿Quién es Diana Vásquez Reyna?