20 de diciembre: una deuda llena de silencios


Corina Rueda Borrero_ Perfil Casi literalEl olvido es la peor forma de matar

a los que mueren por los demás.

Raúl Leis

Siendo este mi último artículo del año, y ―para mi sorpresa― también el último que publique esta revista en 2017, quiero aprovechar para contarles sobre el 20 de diciembre de 1989, fecha que marcó un antes y un después en Panamá en todos los sentidos, pero de todos, creo que el inminente deterioro en nuestro imaginario colectivo fue el impacto que más nos ha costado superar a lo largo del tiempo.

En esa época todavía existía el enclave colonial en el istmo panameño. Los gringos estaban en cada esquina de este pequeño país, sabían quién llamaba a quién o a quién se visitaba, tenían identificados a todas las agrupaciones populares y sus dirigentes, tenían fichados a cada ministro y presidente de turno ―que cambiaba con más frecuencia de la que quisiéramos recordar― y conocían los movimientos dentro y fuera de la Fuerza de Defensa.

Estábamos en plena crisis económica, aquí donde posteriormente nos conocerían como el «Dubai de las Américas» y donde el General Manuel Antonio Noriega, por aquel entonces jefe de gobierno y la persona con más poder en Panamá, fue la excusa para orquestar la operación Causa Justa, que no fue más que un regalo de bombas que redujo a escombros el barrio del Chorrillo y la ciudad de Colón, destruyendo tanto cuarteles como zonas civiles en áreas alrededor de las provincias de Panamá y de Colón.

En ese entonces, la prensa nacional e internacional documentó los hechos como la gran hazaña en la que Estados Unidos liberaba a Panamá de la opresión de un dictador; se habló por montones de «la valentía» de aquellos que solicitaron la Invasión a los gringos y que posteriormente juraron por nuestra bandera para vestirse como líderes y se recogieron los gritos de felicidad de la burguesía que no había sufrido ni un rasguño durante el ataque militar que duró toda la noche.

Quienes pidieron la Invasión Estadounidense de Panamá no fueron tocados ni de cerca por el sonido de las bombas; los que la celebraban no perdieron entre sus brazos a un familiar y tampoco quedaron inválidos. Ninguna de estas personas corrió a refugiarse en la iglesia más cercana en ropa interior mientras veía su casa desvanecerse por el fuego o le tocó saltar entre muertos en la calle. Ninguno de los que celebraron la Invasión ―y que aún hasta el sol de hoy la justifican― quiso ver que entre sus gritos de victoria sepultaron la vida de cientos o miles de personas y hoy, a 28 años de este hecho, estas mismas personas, desde sus poderes hegemónicos, siguen insistiendo en poner un velo sobre este día porque a ellos les conviene que no recordemos que ese acto de «liberación» fue en realidad una masacre humana, y esa Causa Justa, de justa no tenía nada.

Hoy día no hay conteo oficial de muertos ni desaparecidos, no se han identificado todas las fosas comunes, no hay un recuento oficial de los hechos y no ha habido exigencias del Estado panameño hacia Estados Unidos para que se haga una disculpa oficial acerca de lo ocurrido. Tampoco ―por más que se hayan hecho esfuerzos inalcanzables― se ha logrado declarar el 20 de diciembre como día de duelo nacional y nadie ha clasificado estos hechos como un genocidio y un crimen internacional contra el pueblo panameño.

Y que sigamos así 28 años después de esta fecha es solo el reflejo de que se nos quiere seguir golpeando en nuestra memoria colectiva. La Invasión no solo destruyó barriadas y acabó con la vida de gente inocente; el peor de todos sus daños fue psicológico y llega hasta nuestros días, pues aún hay miedo por reclamar derechos y no existe indignación generalizada por las desigualdades diarias y los despojos constantes a los que el pueblo se enfrenta.

La Invasión nos sigue golpeando cada día, el olvido nos está comiendo las entrañas. Por eso exigimos, como pueblo que somos, que no se nos siga matando, porque no reconocer estos hechos de forma oficial como fatídicos, indignos y sangrientos es seguir cercenando nuestra identidad, porque la identidad no solo consiste en cantar un himno y ponerse pollera, es también recordar las cruces más pesadas de nuestro pasado, y a través de la historia, entendernos como el resultado de un proceso por seguir construyendo.

Hoy, después de 28 años, aún seguimos sedientos de justicia, por eso decimos: ¡20 de diciembre, duelo nacional! ¡Prohibido olvidar!

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