Los pasillos iluminados de los supermercados a veces dan náusea, sin embargo, los realmente nauseabundos son los pasillos amarillentos, tenues y con un tinte a muerte. La amnesia de los años algún día se comerá todo. Eso es algo en cierto modo insalvable y la noche de los libros tampoco está libre de ello. Por eso me es curioso que en las librerías de viejo, las cuales visito de manera regular, jamás he encontrado libros de ciertos autores, entre ellos Andrés Caicedo, aunque puede que alguien se me adelantara.
Mi ubicación geográfica cercana a Carretera a El Salvador me obligaba a ir a Hiper Paiz, hoy Wallmart, al menos una vez cada dos semanas. A pesar de que mis intereses de niño adolescente giraban en torno a otros campos del arte, siempre pasaba por deseo o casualidad en frente de los estantes que exhibían libros.
Naturalmente, eran muchos más de los que ahora se amontonan en el espacio reducido de algún pasillo cíclico. Leía nombres, unos nada me decían y otros los creía conocer, pero era una mentira. No obstante, unas portadas de color rojo —casi corinto— y gris destacaban en un espacio amplio, demasiado amplio para ser de un solo autor. Muchas veces los vi, los acaricié talvez, pero jamás compré uno a pesar de que me hablaban desde un espacio quizás inasible en ese entonces.
Tiempo después, cuando me obsesioné con la literatura, regresé muchas veces a esos estantes y solo encontré un sobreviviente: Noche sin fortuna. No sabía qué leería, qué me diría ese autor del que poco conocía. Definitivamente era un escritor muy poco conocido en el ámbito de las letras, y quienes habían escuchado su nombre estaban empeñados en despreciarlo por distintos motivos excepto por el único válido: haberlo leído, pues quienes sabían de él desconocían sus textos. Pese a esto, a mediados de 2011, un compañero de la universidad me contó que había encontrado El cuento de mi vida en una gasolinera y que lo había adquirido.
Varios de sus libros los leí en PDF o directamente en internet, diseminados en blogs que poco a poco fueron perdiendo seguimiento por sus administradores y que probablemente han desparecido todos, para que así pudieran surgir los de los ensayos de quienes presumen abordar esa literatura (desesperada, pero una desesperación distinta, maleable) de manera crítica sin saber que para llegar a esas letras hay que desentenderse de todo y asesinarse talvez. Además, la mayoría de personas solo ha leído ¡Que viva la música! y sí, seguramente todos quisieran ser Ricardito o Mona por algunos instantes sin conocer siquiera a Danielito Bang o a Antígona…
Hoy en día, en este país es posible adquirir ciertos títulos en EPUB o pueden obtenerse, aunque muy pocos, en Amazon. Sin embargo me pregunto constantemente dónde están esas decenas y decenas de libros de Andrés Caicedo que seguramente llegaron a ser unos cientos, que desfilaron en ese supermercado y que lentamente iban desapareciendo en compras suicidas; quiénes son esos fieles lectores que encontraron a un autor melancólico y lúcido, dónde están esos lectores, esos verdaderos lectores, que quizás jamás se deshicieron de sus ejemplares y por ello nunca los he encontrado en las librerías de usados.
Me alegra saber que fuera de los círculos que crean pobres intentos de intelectuales, falsos escritores y mediocres de toda clase, hay gente que ha leído a este autor, a este joven fantasma colombiano que vive o revive en el blanco y negro de sus fotografías adheridas a sus letras en papel o en una web displicente. Me encantaría ponerle rostro a todos los que compraron sus libros, a todos los lectores de Caicedo; pero sin duda, también me asusta la idea, ya que es imposible porque seguramente todos nos suicidamos a los veinticinco años.
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