En mayo de 1900, Horacio Quiroga invirtió la herencia que le dejó su padre —muerto por suicidio— en un viaje a París, ciudad que ya a inicios del siglo pasado se había convertido en destino obligado para cualquier aspirante a escritor. Tres meses después volvió al Uruguay sin dinero, sin haber escrito nada y con el orgullo hecho un guiñapo tras haberse quedado sin nada y haber sufrido los desplantes de Enrique Gómez Carrillo y su camarilla. Se reinstaló en la Ciudad Vieja de Montevideo, donde, al año siguiente, un disparo accidental hizo que acabara con la vida de su mejor amigo, Federico Ferrando. Esto casi le cuesta cárcel, pero Federico, con su último aliento antes de morir, lo libró de responsabilidad. Poco después, para alejarse del infortunio, Quiroga se mudó a Buenos Aires. Allí, Leopoldo Lugones lo invitó a una expedición fotográfica a las Ruinas Jesuíticas en San Ignacio, Misiones. Horacio encontró en la selva del norte argentino el sosiego para el doble descalabro que arrastraba por la muerte de su mejor amigo y el sinsabor del viaje a París.
Por esos años trabajó como profesor de Literatura en Buenos Aires y en 1906 conoció a Ana María Cirés, su alumna y quince años más joven que él. La conexión fue inmediata y en 1909, contra la voluntad de los padres de ella, se casaron. Poco después, para quitarse de encima a los Cirés, la pareja se mudó a San Ignacio, un pueblo donde el calor agobia desde el amanecer y el reloj avanza con pereza. Allí el mayor movimiento perceptible es el de los pájaros que se posan sobre el ganado, y las herramientas más utilizadas en los últimos cien años han sido el serrucho, el martillo y los clavos. Ambos creyeron que en la ribera del río Paraná —donde el único ruido en el ambiente es el rumor de las cigarras— encontrarían el paraíso, pero resultó todo lo contrario.
Horacio nunca contrató peones: él mismo levantó la choza donde vivirían y construyó los muebles, y solo aceptó que la institutriz de su esposa los acompañara bajo la promesa de que, apenas se acomodaran, volvería a Buenos Aires. Al poco tiempo Ana María resultó embarazada y en 1911 nació Eglé, primogénita de ambos y nombrada así en memoria de un personaje de Los demonios, de Dostoievski. Horacio rechazó cualquier asistencia médica y él mismo actuó de partero. Al año siguiente, embarazada de nuevo, Ana María no estuvo dispuesta a repetir la experiencia, por lo que Darío, su segundo hijo, nació en Buenos Aires.
Después del parto Ana María quiso quedarse en la capital, pero Horacio la obligó a volver a San Ignacio. Los «cachorros» —Quiroga siempre llamó así a sus hijos— fueron creciendo en forma agreste y se incorporaron a la vida rural. Él mismo fue su profesor de enseñanza inicial al tiempo que cazaba y cortaba leña con ellos, todo en paralelo a su empleo como juez de paz —en «El techo de incienso», Quiroga cuenta su experiencia en ese puesto y lo estorboso que le resultaba para dedicarse a la escritura, llegando a acumular actas sin firmar durante dos años—. Los métodos arcaicos y la agresividad de su marido sumieron a Ana María en la desesperación a tal punto de amenazarlo con quitarse la vida, hasta que en diciembre de 1915 ella cumplió su promesa ingiriendo un vaso del mercurio que su marido utilizaba para revelar los rollos de fotografía. La dosis no fue letal al principio, pero tras ocho días de agonía surtió efecto.
La tragedia volvía a visitar a Horacio y lo dejaba a solas con los pequeños —el dolor y el vacío de la crianza aparecen descritos con fidelidad en «El desierto», una de sus narraciones más íntimas—. Volvieron todos a Buenos Aires, donde cada noche cumplía con a la tradición de contarles cuentos antes de dormir. Así creó una serie de relatos inspirados en la flora y la fauna de San Ignacio que se convirtieron en los Cuentos de la selva para los niños.
A mediados de 1918 ya había reunido las ocho historias que hoy siguen conformando el libro y ese mismo año se publicó la primera edición en la Editorial Cooperativa de Buenos Aires. Al mismo tiempo quiso publicarlo en Montevideo, pero las autoridades de educación de Uruguay reprobaron su gramática y consideraron que no era lectura recomendable para niños, por lo que no se editó en su país sino hasta en 1935, después de haberse traducido al inglés en 1922, al francés en 1928 y al alemán en 1929.
Los Cuentos de la Selva son narraciones infantiles ubicadas en el antiguo territorio guaraní que comparten Brasil, Argentina y Paraguay. Los protagonistas son los animales de la zona y, en segundo plano, el hombre, que mientras domestica la región se ve sometido a conflictos de supervivencia.
La amistad, la lealtad y el castigo a la pereza conforman los argumentos, intercaladas con el hambre, la enfermedad, la hostilidad del ambiente y la soledad que Quiroga padeció allí. Los más logrados son «El paso de Yabebirí» y «La guerra de los yacarés». En estas historias, el hombre actúa como disparador del conflicto entre distintas especies. Destaca el uso frecuente de onomatopeyas y la precisión del autor para describir el comportamiento de los animales a través de diálogos cuyas voces dejan ver la influencia de Rudyard Kipling.
Cien años después el volumen sigue imprimiéndose y es, según estadísticas, el libro de Quiroga que mejor se vende. Se encuentra tanto en ejemplares austeros en el mercado de libros usados como en tiendas de lujo, con ilustraciones de la jungla y de los protagonistas. Hay muchas ediciones —la última traducción al japonés, por ejemplo— que incluyen un glosario ilustrado de fauna y flora de la región. A pesar de ser relatos de estructura sencilla y con desenlaces a veces previsibles, la pericia de Quiroga para dosificar la tensión o postergarla hasta las últimas líneas hace que se lean con la misma emoción de sus narraciones «para adultos».
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¿Quién es Leonel González De León?
¡Hola! No tenía ni idea de que estos relatos fueron traducidos a idiomas como el alemán y el japones. Siempre concebí a Quiroga como un autor solo conocido en latino américa. También me llamo la atención que en Uruguay demoraran tanto en llegar, no se que pensar al respecto la verdad. Los demás datos ya los conocía (me gusta mucho este autor), es un pena que como persona dejara mucho que desear pero eso no quita el buen legado que nos dejo, sus cuentos son maravillosos. ¡Saludos!