Concierto de verano (II): Los Pericos


Leonel González De León_ Perfil Casi literalEl primer autobús me lleva a la estación Tres Cruces para esperar la conexión que resulta imposible, pues el segundo nunca aparece. Pasa media hora y sigo a solas en el punto, en una tarde de sábado gris y solitaria como solo Montevideo puede brindarlas, y que siempre hieren un poco.

Me orillo sobre la acera y tomo un taxi. Va por Boulevard Artigas y se desvía hacia Agraciada. El piloto, que debe rayar los cincuenta, pregunta a dónde voy. «A ver a Los Pericos y a Los Cafres», respondo. Se sorprende de que las bandas que escuchó en su infancia aún estén activas. «Deben de ser un montón de viejos», agrega. Le otorgo el punto, pues ambas bandas son más canas que juventud.

Llegamos a la sala Otro Mundo. Un patio gigante sobre el Río de la Plata, lejos de los veintiún kilómetros de rambla turística y enclavado a mitad de la orilla industrial, donde no hay sonrisas ni enamorados sacándose fotos o bebiendo mate. Aquí el agua sabe a herrumbre de barcos oxidados, en una costa sin treguas y con muchos adioses. Anochece y justo antes de que oscurezca saco un par de fotos de la otra ribera, con sus mil focos que titilan contemplando la luna llena.

Hago la espera de una hora mirando al río. Sale al escenario una banda telonera que dejó buenas impresiones, pero cuyo nombre no puedo recordar. Otra pausa de una hora, con buenos temas de intermedio: covers de Bob Marley and the Wailers, y varios clásicos como Dawn Penn, Sumo y Creedence.

De a poco el programador va modulando hacia abajo el ritmo y las luces hasta que todo queda a oscuras. Se prende una luz roja en el escenario y, después de un par de nudos entre las guitarras y el órgano, arranca Runaway, desatando la furia contenida por varias horas. Sonido limpio y afinques bien marcados dan paso, en secuencia, a Complicado y aturdido, en una versión mucho más dinámica que la original que termina de inyectar hormona en el público.

De a poco, los cambios de luz permiten distinguir las siluetas de los miembros de Los Pericos. Todos visten de negro, excepto el bajista, mucho más informal. Después de una pausa breve y un saludo lacónico van de nuevo, esta vez con Nada que perder, en una versión ska distinta a la original del año 87. Tras dos vueltas, el tema vuelve al ritmo original orquestado por el Topo Raiman, capitán de la banda desde la batería y acompasada por el saxofón.

Este último es, junto al trompetista y al guitarra dos, la dosis de juventud en una banda que conserva a la mitad de sus miembros fundadores. De nuevo sin mediar palabra suena Waiting for your love, con la letra en inglés proyectada en la pantalla y con la multitud coreándola en memoria de algún amor de juventud.

A pesar de la veteranía, las ganas de tocar se perciben intactas. Enganchan un tema tras otro sin mediar palabra hasta después de haber bombardeado al público. Van y vienen entre ska y reggae roots, con Mucha experiencia.

La audencia, tupida sin espacio para moverse en horizontal, salta al unísono al ritmo de los temas mientras deja salir el alma en cada coro. Suena Sin cadenas, seguida por Pupilas lejanas, quizás el tema más íntimo de la noche, con una intro de guitarra a cargo de Juanchi Baleirón, el vocalista.

Después de media hora sin descanso, Juanchi conversa un poco con la gente. Tiene el mérito de haber mantenido a flote a la banda tras la salida de Baiano, en 2004. Mucha gente creyó que el fin de la banda era inminente con la salida del vocalista original y que la estafeta era demasiado grande, pero Juanchi nunca dejó sentir el vacío.

A pesar de denominarse banda de reggae, esto es quizás solo un tercio de su presentación. Aquí se denota un rasgo que les ha permitido sobrevivir en varias épocas: la fusión de géneros que para algunos puristas del reggae pudo sonar a traición, pero que ha permitido que permanezcan vigentes en públicos de varias generaciones, pues la mayoría de la audiencia tiene mucho menos de los treinta años que la banda lleva en carretera.

Fusionan todo el tiempo, sobre todo con el ska, pero también con el rock pop, logrando que el auditorio baile y salte durante casi tres horas ininterrumpidas. Sobre el final suena Home sweet home, con la dinámica de hacer agacharse al público y luego hacerlo saltar desde abajo, como el último derroche de energía de la presentación.

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