Felisberto Hernández: el pianista visual


Leonel González De León_ Perfil Casi literalLos cuentos del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) son un chaparrón de imágenes inconexas y en apariencia inexplicables: lámparas y budineras flotadoras, sombrillas en los balcones, cocodrilos llorones vestidos de frac, enanas semidesnudas y un pianista que vende medias, entre muchos otros —Para Mario Benedetti, son pistas freudianas cargadas de elementos sexuales—; todos formadores de una escritura que, casi un siglo después, sigue resultando vanguardista.

«La casa inundada», su cuento más conocido, está plagado de elementos que pueden anegar al lector desprevenido, narrando detrás de esa madeja la historia de amor de la señora Margarita, con las dos caras que cualquier romance posee: la del recuerdo del ser amado (y luego perdido) y la búsqueda eterna (e infructuosa) para dar con él. Más allá de plantear al agua que inunda la casa como vehículo de búsqueda y de catarsis ante la impotencia, el líquido «lleva dentro de sí algo que ha recogido en otro lado y que entregará pensamientos que no son míos y que son para mí».

«El cocodrilo», entrañable parodia de las penurias del artista que lucha por subsistir vendiendo medias, busca enternecer a sus escuchas/compradores hasta que él mismo termina enternecido, avergonzado y, al final, renovado por el llanto que deja salir de manera incontrolable.

Antes de escribir, Felisberto Hernández fue pianista, tanto en conciertos como en las salas de cine en Montevideo y Buenos Aires, donde amenizaba las películas mudas que se exhibían alrededor de 1920 ─resulta tema aparte la capacidad del pianista para leer las imágenes proyectadas para darles textura según el contexto─. Luego, para paliar las carencias familiares, instaló una academia musical en su casa de la calle Minas en el centro de Montevideo y con las ganancias empezó a editar él mismo sus primeros cuentos en los Libros sin tapas que distribuía en sus giras, tanto en el interior de su país como en Argentina.

En «Los tiempos de Clemente Colling» —cuaderno de aprendizaje musical al mismo tiempo que tratado sobre la utilidad de la memoria— Felisberto diserta sobre el valor de los recuerdos: «yo me echo vorazmente sobre el pasado pensando en el futuro, en cómo será la forma de estos recuerdos. (…) El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro será como algo que me mantenga en el aire mientras la muerte pase por ellos».

Su obra nunca ha sido de difusión masiva y, de los escasos lectores que acceden a él, pocos volverán a frecuentarlo. Es notable su valentía para atreverse a escribir un «surrealismo rioplatense» en la primera mitad del siglo pasado, cuando el asunto en boga a lo largo del continente era el «realismo combativo», además de abandonar una carrera de pianista (que parece ser su verdadera profesión, pues resuena en cada relato) para lanzarse a la literatura, cuando sus textos van muy en contra de lo que esperaban, tanto entonces como ahora, las editoriales.

En «Explicación falsa de mis cuentos», Felisberto Hernández afirma, mitad en serio y mitad en postureo, que sus historias no tienen estructuras lógicas y que su deseo es producir «algo que se transforme en poesía si lo miran ciertos ojos». La palabra clave aquí es ciertos, previendo que nunca tendrá muchos lectores. Se trata también de un escritor difícil de emparentar con alguna tradición para rastrear sus influencias, pero que de forma opuesta tiene a varios pesos pesados entre sus seguidores, como Gabriel García Márquez e Italo Calvino, entre otros: Julio Cortázar admiraba su capacidad para renunciar a lo lineal, Mario Levrero heredó su puntuación hiperbólica y la sintaxis abigarrada y, más recientemente, el español Eloy Tizón toma prestado su dejo musical para adornar las imágenes.

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