En este momento, justo cuando el debate social gira en torno a la historia y cuando hay que defender con la piel y el grito la memoria en contra de políticas negacionistas impulsadas desde el mismísimo Estado por el brazo del dinero, Benvenuto Chavajay tuvo el tino de ver en el arte una acción capaz de encararnos con nosotros mismos. Dar al estadio nacional su nombre verdadero, Doroteo Guamuch, pone de cara frente a nuestra amnesia, frente a un espejo que nos interpela, y nos pregunta por el terror de nuestra historia.
No soy quién para decir que el arte nos decolonializará. No sé si será el arte el puente a través del cual caminemos por fin hacia un país distinto. Tampoco sé si sea el arte será capaz de franquear todas las amenazas que tan cómoda encuentran la lógica social con que está construida la idea del país. Pero soy quién para tener fe, y la tengo gracias a obras y gestos como el de Benvenuto Chavajay, que tanta esperanza nos da a personas que tanto la necesitamos. Ese tipo de acciones tienen la capacidad de enseñarnos siempre el “hasta dónde”, la inabarcabilidad del hecho artístico, su contundencia. Son la ruptura de un límite en el lenguaje ilimitado del arte donde los únicos límites son los impuestos por nosotros, como lectores o creadores. No se trata de un hecho sutil, de una denuncia solapada, escondida detrás de cerros de interpretación y academia. Se trata de un bien definido escarmiento, del renacimiento de una conciencia moral, y lo más hermoso es que es una conciencia nacida del arte. Solo el arte tiene el carácter y la capacidad de hacer que nos preguntemos por nosotros de esa manera, de enfrentarnos a nuestra historia pero también a nuestro presente y al proyecto de nuestro futuro.
Porque la fuerza del gesto no solo nos enfrentó a nuestro pasado, sino a nuestro abrumador presente. Descorazonan, por ejemplo, las reacciones cargadas de insidia, regadas por la crítica irascible hacia el Estado, nacidas del interés falso que aboga por una lógica económica que ni siquiera beneficia a sus autores. Sin embargo, esas reacciones también forman parte de la historia, y si bien siempre han estado ahí patentes, de forma evidente pero oculta, es gracias al hecho artístico de Benvenuto Chavajay que quedan puestas a luz, acusadas, evidenciadas de forma severa y directa ante todos los ojos.
Decir el verdadero nombre del atleta maya es un hecho histórico que lo resignifica. De cierta forma, “Mateo Flores” hizo que un estadio existiera de una manera que dejó de existir el 9 de agosto de 2016, cuando comenzó a existir con su nombre verdadero. Desde esa fecha el estadio significará algo más, algo diferente en todos sus ámbitos. Y la gente sabrá la razón por la cual, en su momento, el estadio tuvo un nombre falso y la importancia que tuvo devolverle su nombre verdadero.
Hoy tengo la conciencia plena de que Benvenuto Chavajay es un artista enorme. Alguien que realmente puede ganar la admiración de las personas —incluida la mía— tan necesaria en un país tan sediento de admirar a alguien, a personas cuyas acciones valgan tanto. No sé mucho de arte, y muy poco del arte visual que se ha desarrollado en el país. Lo confieso: soy ignorante, pero eso no me impide decir que gracias a ese gesto —que seguramente es producto de un largo proceso de maduración, trabajo y reflexión—, considero a Benvenuto Chavajay uno de los más grandes artistas del país en los últimos tiempos. El aplomo, la lucidez, la certeza y la conciencia que sus acciones merecen ser obligaciones irreprochables para nosotros. No puedo sino sentirme feliz de haber tenido la oportunidad de presenciar este hermoso acto simbólico que trasciende por mucho su presente, que es a su vez fruto del dolor y de la tristeza de nuestra historia. Ojalá todos y todas sepamos hacer nuestra la responsabilidad que conlleva vivir en estos tiempos, en este momento.
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