Tendría que ser un elogio de las emociones, de lo que nos hace sensibles. Pero hay una gran cantidad de información que nos invita a ser felices, sin más, sin tregua, como si la felicidad fuera una condición de Ser y no un estado de ánimo, una disposición afectiva, una de tantas a través de las que vemos el mundo. Y se deja a un lado ese gran abanico de emociones que la felicidad –o el concepto de la felicidad, definido como el opuesto, como la antítesis de la tristeza– borra del mapa.
En realidad, tanto la tristeza como la felicidad son solo dos rostros de lo humano. Muchas cosas en la calle se venden para que seamos felices, pero la verdad es que podemos estar felices como estar tristes sin ninguna de ellas. Parte de la comercialización de la felicidad es que, al venderse como fin, sirve como excusa para obtener una gran cantidad de objetos y bienes que con la felicidad realmente tienen que ver muy poco. Ni siquiera están en el mismo plano. Así, nos invitan a comprar casa, ropa, carro, televisión, libros, a viajar, a ejercitarnos, a comer… En fin, esa idea de felicidad es junto con el éxito una de los motivadores principales para que funcione nuestro sistema. Las zanahoria que nos han puesto enfrente para que corramos. Pero por mucho, estoy convencido de que la felicidad no es un fin ni un medio, sino una forma de vivir.
Lo realmente maravilloso que podríamos tener, para nosotros, es el Sentir. Ser capaces de sentir gozo, nostalgia, tristeza, alegría, amor; sentir sueño y dormir, sentir hambre y comer es en realidad la grandeza de vivir. Si tuviera que definir un estado de felicidad, creo que el más cercano sería el estado que me permite sentir con intensidad y con fuerza cada una de mis emociones, sin tener que postergarlas o reprimirlas en función de un “bien mayor”.
Por otra parte, la tristeza es la emoción por la cual la alegría cobra su sentido. De lo contrario, estar alegres, que no es lo mismo que ser felices, no sería posible. Se trata de uno de los cuatro humores de la medicina griega que seguramente ya había sido observado y estudiado aún con anterioridad. Además son una gran cantidad de libros, pinturas, películas hechas, etcétera, desde un estado de ánimo triste. Todos esos textos que nos hacen levantarnos la comodidad de nuestra neutralidad nos permiten sentirnos humanos, nos recuerdan que estamos vivos y que podemos sentir con intensidad y ese dolor. Y es algo que solo nosotros somos capaces de hacer. Pienso, por ejemplo, en los poemas de Alejandra Pizarnik, escritos entre la tristeza y la desesperación. Pienso en Kafka, en Pavese, en algunas películas de Bergman, en esa maravillosa película llamada Biutiful de González Iñárritu; hermosas flores de la tristeza que nos dan un golpe de humanidad en el pecho y nos dejan llorando, o con una profunda conmoción, preguntándonos cómo llegamos al sillón o a la cama o al lugar de donde estamos luego de haber viajado tanto a la profundidad de los sentimientos humanos.
Por otra parte, y dejando el arte por un lado, la tristeza es una de las dimensiones nuestras que a veces conocemos muy poco. No sabemos qué somos capaces de hacer, de decir cuando estamos tristes hasta que bajamos, hasta que nos reconocemos en ese abismo de la tristeza insondable al que somos capaces de llegar. Es posible que por esa falta de conocimiento de nosotros estando tristes sea que existan esos largos períodos de depresión. El suicidio no sería sino un problema de reconocimiento y aurtoconocimiento. Pero, no sé, esas sí son conjeturas mías.
La crisis de la humanidad en nuestros días ha atropellado también con nuestras emociones, a tal punto, que hemos llegado a sentir vergüenza de estar tristes. De no “producir” ni “rendir” en igual grado por lo que interiormente estemos viviendo. Incluso, en contextos como el nuestro, el machismo es un disuasivo de las emociones de las personas: mostrar las emociones significa de alguna forma debilidad ante la vida, cuando lo que realmente requiere valor es dejar algo con una parte nuestra para todos. Algo que trate, de cierta forma, de recordarnos humanos en esta despiadada jungla de concreto y asfalto, y colonias bunkerizadas y temor, si por algo vale la pena vivir es por la posibilidad de sentir algo más que las percepciones físicas. Basta con esos sentimientos para aferrarnos con las uñas a la vida, para no terminar de caer, de morir en un horizonte plano, gris y sin matices.
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