Los anuarios recientes de la creación artística están repletos también de pasadizos sin salida y de sombras en la pared. De tugurios y ángeles caídos. No imagino hasta qué grado sea una obviedad testificar que para un artista el talento por sí mismo no es una garantía para heredar una reputación, o más bien, para que la audiencia de cualquier época convenga a apreciar mínimamente lo que produce. No hablo de fama, ni mucho menos. Ni de posteridad o de otras supercherías como ésta, sino de otra cosa; hablo de la creación genuina del artista enfrentada al gusto caprichoso del público. De dos senderos que nunca se tocan, del arte que se vuelve piedra por la Medusa, una colina de sal como Edith, la mujer de Lot, o aquel que logra amparar su autenticidad pese los antojos del momento.
El prestigio ganado para el artista se vuelve, entonces —si se conquista bajo estas escalas inestables de correspondencia con un público— en otra ficción. En otra falacia torcida. Trampa para cazar osos, en el canto de las sirenas que engaña al marinero en las noches de travesía.
Creo que estoy siendo demasiado idealista. Demasiado injusto. O si hay alguna artimaña que no revelo claramente. Hagamos un merodeo rapidísimo sobre algunos ejemplos referidos a este tema. Solo un vistazo.
Nick Drake es considerado, solo hasta la actualidad, como uno de los más grandes músicos del Siglo XX. Incluso Elton John ha confesado que Drake es uno de los mejores músicos de la historia. Y bueno, hay otras celebraciones sobre Drake por ahí. Y sin embargo, a este muchacho inglés que murió a los 26 años sintiéndose como un fracasado prematuro no le fue tan bien. Luego de su primer álbum, Five Leaves Left, su productor y agente musical lo envió a una gira por universidades y bares privados y no funcionó en absoluto por dos razones concretas: la primera que la música de Drake (su punteo exuberante, sus letras al atardecer y su musicalidad de otro tiempo) no gustaba a la audiencia. Lo otro es que su personalidad retraída no estaba hecha para este contacto con un público debido a la típica situación en un bar donde la gente bebe y habla sin atender con verdadero entusiasmo. Y pese a sus muchos intentos (torpes y aparatosos, seguramente) Drake no lograba hacer que la gente guardara silencio. Además que tardaba demasiado tiempo en afinar su guitarra porque cada canción tenía una afinación distinta. A los pocos días de la gira Drake se desanimó mucho. Drake no era un músico tradicional de lugares públicos, no era un Beattle ni Cat Stevens. Hasta que un día llamó a su agente y le dijo: “No puedo más, me voy a casa. Hay que cancelar toda la gira”. Drake jamás volvió a tocar en público. Drake prefirió aferrarse a esa naturaleza suya tan extravagante aunque esto significara la pérdida de ese público eventual.
Al mexicano Salvador Elizondo la crítica literaria lo admite ahora como uno de los escritores más originales en lengua castellana. Generoso tributo para un misántropo sin salvación como Elizondo cuya novela Farabeuf (1965) es una obra sin narración de doscientas cincuenta páginas que no hacen otra cosa que ir y venir continuamente —obsesivamente, sería mejor decir— sobre una acción que apenas si dura quince segundos: una pareja que deambula por la ribera del mar y escribe luego un garabato chino sobre un fragmento de cristal. De ahí que la novela sea considerada como sudoku verbal para el lector, un códice que no tiene respuesta. Una serpiente que se muerde la cola. La escritura como espejo de sí misma. De ahí que el lector se muerda los puños y huya hasta el fin de la tierra después de las primeras diez páginas de Farabeuf. De ahí que Elizondo sea un escritor de catacumbas, y un desconocido para el lector común. ¿Alguno de ustedes había escuchado hablar antes de Salvador Elizondo? Ya sabía. Pero alguna razón hay, es verdad: Elizondo no tenía el carisma de Cortázar, por ejemplo, ni como hombre ni como artista. Elizondo era como el grinch de la literatura y él lo sabía, siempre lo supo. Y lo prefirió así. Esa libertad insuperable que solo sabía darle su propia escritura. Las modas literarias quedaban, para él, en la otra esquina. Eran para él lo único bastardo a lo que podía sucumbir un escritor.
En fin, el cine también ha dado ángeles caídos. El cineasta y esteta hongkonés Wong Kar Wai es otro caso prototípico. Desde sus primeros rodajes (Time Of Being Wild, Chunking Express, o Fallen Angels) Kar Wai dio muestras de que su mirada iba hacia otra parte. Ya con su obra maestra In the Mood for love, el director dejaba claro que su estética nada tenía que ver con la doctrina fílmica de sus contemporáneos. En él no está la violencia americana ni los diálogos grandilocuentes de Woody Allen ni la fantasía futurista hollywoodense. En sus películas la palabra ha cedido lugar al gesto, a la sensualidad del movimiento, a los ojos que encierran su propia escritura, al color que se incendia, a la palabra que no se pronuncia. Es la poética del susurro. Con razón sus películas no están en carteleras. Con razón sigue siendo un director de culto (y lo que esto signifique). Con razón no hay récords de taquillas en sus estrenos. Con razón no sea uno de los fetiches de la cultura pop. Con razón.
Hay que decir, solo a manera de dejar más cabos sueltos, que también hay creadores auténticos que han adquirido prestigio. Federico Fellini, Juan Rulfo; pero son los muy pocos. No he querido decir que se trate de algo así como una maldición. De lo que estamos seguros es que la nómina de artistas subterráneos es mucho más voluminosa. Ahí están Julio Ramón Ribeyro y Rubem Fonseca, están Christoffer Boe y Péter Forgács y este otro del que ya no retengo más que su tonada. E incluso muchos otros que ni yo conozco y quizás nunca voy a conocer.
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¿Quién es Javier González Blandino?
Bello artículo Javier. Felicidades.
«Muchos otros que ni yo conozco y quizás nunca voy a conocer» Excelente remate, buena, ¡já!
Hay una diferencia entre murio, y se mató en el caso de Nick Drake. Estoy de acuerdo con vos con tu resumen y con tu análisis de la la obra musical de Nick Drake pero no concuerdo con mitologizar o canonizar a alguien por su genio y talento. Esto es guardado para los que prevalecieron.