El otro viaje a la ficción


javier-gonzalez-blandino_-perfil-casi-literalLa tentación por la vida plural embruja al hombre desde siempre. Tal vez porque la realidad nos acordona y miniaturiza las posibilidades para sentirnos vivos. Tal vez porque la evasión es el único recurso para experimentar las mil y una vida simultáneas que anhelamos. Tal vez. Hace más de cuatro mil años, Enheduanna, una princesa y sacerdotisa de la Luna, concedió a la ficción el atributo de la escritura. Ella es la primera poetisa conocida de toda la Literatura y nadie antes que ella había firmado sus escritos; pero no sólo eso: Enheduanna registraba en una bitácora sus sueños diarios. Los paisajes oníricos eran su fascinación. Acorralada por el tedio de su reino, la muchacha se hacía dormir con brebajes y se lanzaba a hilar en la rueca del reverso de la conciencia, incluso en un sueño diurno. Por supuesto, no sólo la literatura es el único artificio para lograr estos efectos, ni el sueño la única evasión.

Aun hay otro viaje más remoto hacia la ficción. Por ejemplo, sorprende saber que como familia humana hemos llevado una existencia sedentaria (residiendo en ciudades mutantes, en madrigueras sin salidas) apenas un tres por ciento de nuestra historia. El restante inicial, varios centenares de miles de años, no fuimos más que islotes a la deriva de comunidades nómadas, bandadas de cazadores y recolectores yendo de un lugar a otro con un puñado de códigos culturales y religiosos en común. Bajo esta mecánica de vida sencilla en apariencia, un típico clan se juntaba al final de cada jornada a cielo abierto o tumbados boca arriba a las estrellas a comerciar rudimentariamente, a convenir matrimonios, pero sobre a contar historias. Abundan las historias sobre la caza, sobre héroes locales, bocanadas de cuentos sobre animales fabulosos, sobre eventos en los que el narrador se salva —inverosímilmente— de la muerte. Boquiabiertos todos, a nadie parece importarle la veracidad en lo ocurrido, ninguno parece molestarse por la fantasmagoría de lo narrado. Una y otra vez la fantasía individual da tumbos por la memoria de cada hombre en un rito que unifica a la tribu y otorga una identidad imaginativa a cada sujeto.

Es sabido (al menos es lo que nos aseguran sus biógrafos) que el expresidente John F. Kennedy tenía la costumbre incorregible de hacer sombras en la pared con las manos. Cerraba con llave la puerta y se recluía en la penumbra a dibujar sus siluetas extravagantes. ¿Sólo yo me estoy imaginando al Jefe de Estado ensayando repetidas veces combinaciones con los dedos para proyectar con sombras un águila en la pared? Pero bueno, también en la otra orilla se repite el asunto. Giorgios Zhukov, uno de los comandantes soviéticos más destacados en la Segunda Guerra Mundial era, por su parte, un seguidor frenético del teatro de títeres. ¿Sólo yo me estoy imaginando al general que expulsó al ejército alemán de Leningrado, patas para arriba por la risa frente a una función de marionetas con el folclore ruso?

Jean Piaget es, sin duda, el rockstar de la psicopedagogía contemporánea. Una de las piedras de toque de su teoría sobre el aprendizaje infantil hunde sus raíces, precisamente, en los alcances de la imaginación. Piaget sentencia que la inventiva —la ficción simbólica— que muestra el niño durante sus juegos aparentemente inofensivos, es el ejercicio individual que vigorizará sus facultades intelectivas y los procesos de la memoria cuando adulto. Poco cosa, ¿no? Fernando Pessoa, el poeta portugués estandarte de la universalidad, se desdobló en al menos una veintena de personas: los heterónimos. “Me he multiplicado, para sentirme; y para sentirme, he necesitado sentirlo todo”, afirmó el poeta. Desdoblado y plural, sus heterónimos llegaban incluso a discutir entre sí a través de lo que publicaban.

Pero está bien, lo admito. No era necesario recurrir a los almanaques de la antigüedad ni hacer un recuento con las celebridades de la historia para descubrir la tendencia humana por la ficción. También están los casos más cotidianos y que son incontables. Un grupo de amigos en la mesa de un bar, un viernes, contándose impunemente anécdotas falsificadas sobre sus propias vidas. ¿Sólo yo he recordado a los cazadores fabulando en las noches ancestrales? Las conversaciones fantásticas que uno va escuchando en los autobuses. Un hombre inclinado sobre una página vacía y habitándola con sus monstruos. Facebook, como una telaraña infinita para tender las falacias personales. Dos niños en la escuela hablando sobre el trabajo de sus padres. Dos padres en el trabajo hablando sobre la escuela de sus hijos. Las vecinas cómplices que se mienten.

Durante gran parte de mi adolescencia viví en un pueblo colorido al occidente de Nicaragua. Algunas tardes burlaba al vigilante del colegio y visitaba a Don Alfonso, el mentiroso del pueblo. Era un hombre vivaracho, cincuentón y con una inventiva a la altura de los escritores más originales de la picaresca española. Su esposa vendía tortillas, y entonces yo me apostaba por ahí por la mesa de la doña, con discreción, a comer tortillas y esperar que Don Alfonso, cacique de la imaginación popular, soltara una de sus mentiras más estupendas. Porque no es que uno iba a decirle al genio: “vea, y cómo va ese asunto de sus mentiras. A ver una para probar”. No, hombre, pues no. Con él, era un caso de inspiración, de amistad. Una vez Don Alfonso nos contó que acababa de llegar de pescar en el lago de Managua, que se fue acompañado con unos vecinos desde muy temprano. A mediodía, sin embargo, la faena era frustrante porque por más que lanzaban la atarraya desde el bote, la red regresaba vacía. Hartos y fastidiados emprendieron el camino de regreso a casa, pero en esas iban cuando, por pura rabieta por el fracaso de la jornada, Don Alfonso tiró la atarraya a unos matorrales cualquiera, para llevarse la sorpresa que esta vez la red regresaba cargada con conejos bien crecidos. “Gajos de conejos eran”, nos confesaba don Alfonso, y nos hacía el gesto del peso de los animales con las manos. ¿Y por qué no trajimos ninguno? Ah, fácil: tuvimos que venderlos por ahí. No se podía venir con toda esa carga a hombros.

Siempre tuve una mala memoria. Me costaba mucho recordar incluso los detalles más triviales, o un cumpleaños familiar, o una conversación cualquiera. Cuando me preguntaban sobre episodios concretos de mi infancia, o simplemente de años recientes, era incapaz de reconstruirlos plenamente. Manoteaba sin dar una respuesta acabada. Entonces decidí darme a la tarea de inventarlos, de crearme recuerdos falsos. Eso sí, sin fanfarronerías de ningún tipo. Al contrario, prefería las versiones más discretas y habituales; pero con el tiempo, la afición por la elucubración personal fue tan frecuente que ni yo mismo era capaz de distinguir qué hechos eran ciertos y cuáles me había inventado. Los contornos de la realidad ya eran demasiados borrosos. Sin embargo, todos estos recuerdos me pertenecen, y ambos, los ficticios y los reales, los he vivido con la misma intensidad. No hay camino que no lleve a la ficción, incluso este artículo con hechos inventados, este texto que es una mentira, una mentira pero no una falsedad.

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2 Respuestas a "El otro viaje a la ficción"

  1. Alvaro Espinoza dice:

    Comentarios de un colega y amigo:

    «Una mentira pero no una falsedad…».

    Bien por la ficción. Se disfruta, te acompaño.

    ¿Te interesaría escribir sobre la verdad?

    ¿Enseñas a tus estudiantes, métodos y técnicas para buscar y encontrar (o aproximarse lo más posible a ella) la verdad?

    Sabes que puedes dejar una marca indeleble en el pensamiento y práxis de cada pupilo…

    ¿Qué mensaje quisieras dejar en tus contemporáneos, en las generaciones de la segunda mitad del siglo XXI?

    ¿Por qué aportes literarios, piesas sería meritorio recordarte?

  2. Interesante analisis de la ficcion, un angulo falaz de cada persona. La ficcion es la bendicion y la absolucion personal. Gracias por el articulo. Toda una gran verdad.

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