La vida nos silba montada en un árbol o escondida debajo de la cama, muerta de risa. Se oculta en el ropero, a hurtadillas, y desde ahí nos llama a grandes voces. Decenas de veces he conocido personas que han leído tanto, que son capaces de citar memoriosamente autores y libros como tantas lenguas vivas hay en el mundo, pero no tienen imaginación: hombres empanzurrados de erudición; espantapájaros del saber. La imaginación es esa travesura que no cesa, y que hace que encontremos esa otra vida secreta, de golpe, en alguna parte que nunca creíamos. Imaginar es ver las cosas de otro modo, es ver lo que incluso los demás ya no son capaces de admirar. La fórmula parece sencilla. Veamos cómo ha sido la ruta de algunos imaginantes.
En 1895 los empresarios franceses Augusto y Luis Lumiére construyen un incipiente cinematógrafo moderno y proyectan la primera película en movimiento: un tren abandonando la estación y un grupo de obreros a la salida de una fábrica en París. El caso atrajo la curiosidad popular y centenares de personas acudían a atestiguar aquellas imágenes capturadas en un cubo que luego las escupía contra la pared. Pero las semanas transcurrieron y la audiencia que antes se emocionaba con el ferrocarril y los obreros, ahora bostezaba sin remedio en los salones de proyección; los hombres roncaban en las butacas y en las aceras parisinas.
Fue entonces que el mago hizo su aparición. Literalmente. Georges Mélies, un mago e ilusionista apasionado en su oficio y quien había sido uno de los asistentes a las proyecciones de los Lumiére, oferta dinero a los empresarios por su cinematógrafo pero estos rechazan la propuesta. Pero no cesa con su búsqueda, así que da con otro equipo y lo hace suyo. Era entonces cuando empezaba realmente la función: Mélies trasplanta todos sus trucos del ilusionismo al cinematógrafo, no había fabricado el equipo, pero sí estaba fundado con su fantasía el cine moderno. Donde otros habían encontrado únicamente un medio para documentar flácidamente la realidad, él había descubierto un mecanismo para penetrar hasta los sueños del hombre. Mélies diseñó, con sus artificios para el engaño, con su fascinación por las sombras chinescas —esas que se hacen jugando con las sombras de las manos en la pared— la mayoría de artilugios modernos para el cine de ficción, echando mano de su propia inventiva y de los trucajes del teatro y la magia. “Las películas tienen el poder de capturar los sueños más secretos de la vida”, diría el propio Mélies. Y por un momento, con su Viaje a la luna (1902) nos acercó el satélite a la altura de nuestros tejados. Con él la imaginación hacía piruetas y la realidad se chiflaba.
Dos tributos contemporáneos a la imaginación contagiosa de Mélies: la banda de rock Smashing Pumpkins estrenó en 1996 el video Tonight Tonight para su sencillo homónimo; el video ganó numerosos reconocimientos, entre ellos 6 premios en los MTV Music Awards. El otro: Martin Scorsese rodó en 2011 la película La invención de Hugo Cabret que relata las aventuras de un niño inquieto que vive en la Francia de principios del siglo pasado; en ella aparece, vigorosamente, Georges Mélies y el propio Scorsese ha hecho manifiesto el homenaje para quien él considera uno de los maestros indiscutibles del cine.
Los imaginantes son los que, tumbados en el suelo y bocarriba, encuentran formas fantásticas en las nubes de la tarde; los que hurgan en la noche y van uniendo las estrellas como puntos en un papel inmenso y descubren animales maravillosos, leyendas de otros tiempos, o mejor aún: una música de las estrellas. ¿Que no es posible? Pitágoras —sí, el mismo matemático que nos acorraló en la educación media con su teorema de tres ángulos cerrados— desde una cueva en la Isla de Samos, en la Grecia antigua, observó por varias noches el cielo abierto y leyó en él algo distinto a lo de sus contemporáneos. Pitágoras había reconocido una relación secreta —casi amorosa— entre la matemática y la armonía musical. Era así: los sonidos armoniosos al oído humano eran aquellos que se creaban al dividir la cuerda tensa de una guitarra en segmentos iguales entre números enteros. Bajo esta ecuación, se podía calcular la órbita de los astros relacionándolos con intervalos musicales. Pitágoras veía un orden musical en la naturaleza y el universo, decía que el lenguaje de los números era el lenguaje de la armonía; entonces, si había armonía en los números, los movimientos del universo, vistos desde esta matemática rítmica, eran la “música de las estrellas”. Era la sinfonía del cosmos, y él, su más íntimo oyente. Qué más armonía que esta para un matemático puro e imaginante pionero.
Dos hombres a quienes su imaginación sin tregua los hizo genios. Los hizo sentirse vivos. Porque al recobrar la imaginación, el hombre recupera también su vida, puesto que, toda aquella vida que ya no somos capaces de imaginar frente al tedio de la sociedad moderna, es como si jamás hubiera existido.
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¿Quién es Javier González Blandino?