En el baño de un bar me encontré un prometedor aviso con el título de este artículo. Aparentemente, sin prerrequisitos y por un precio módico, uno puede descifrar todos los misterios de la existencia en un estudio de la zona 10 de la ciudad de Guatemala. Supongo que es mejor que invertir en libros de autoayuda y emprendimiento, pero eso no disfraza la ironía en el asunto. Sentada en ese baño y con algo de ginebra en mi organismo pensé en cómo he completado un título universitario, docenas de libros, numerosas series de televisión, unos cuantos viajes y al menos dos años de artículos sin una clara idea de un propósito propio.
Una de mis mayores emociones al llegar a la secundaria fue el prospecto de estudiar el curso obligatorio de Filosofía, una palabra que había escuchado en conversaciones de muchas personas mayores que se rehusaban a explicármela. Para la decepción de mi ñoñez, el curso era mucho menos demandante que mi clase de física o civismo. Leíamos definiciones de un texto escolar traducido y confuso y complementábamos con capítulos de El mundo de Sofía de Jostein Gaarder. El profesor nos decía que la filosofía era esencial para entender nuestro lugar en el mundo, pero con los exámenes y mi lectura completa de ambos libros solo memoricé una lista sencilla de datos: autores, publicaciones y corrientes clave. Le mencioné esto a mi profesor; se rio muchísimo y solo me felicitó por cuestionarlo todo. A la larga pensé que pasaría muchas penas profesionales por no saber colocar tildes diacríticas o calcular hipotenusas, mas no por desconocer el sentido del cosmos. En la realidad pasé más penas personales por no ser la chica más bonita, ni la más callada, ni la más popular.
Me causa un poco de gracia pensar que en el colegio me enseñaron a memorizar las capitales europeas, tocar flauta dulce y bordar de cruceta, pero nunca me instruyeron cómo coser un botón, usar una tarjeta de crédito o cambiar una llanta. Todos los adultos a mi alrededor hablaban del futuro como un proceso: graduarte, casarte, procrear, trabajar y morirte. Mis compañeros de clases y yo teníamos diferentes razones religiosas (o en muchos casos económicas) para justificar en mayor o menor medida los cinco pasos. Cuando nos sentamos con los birretes y las togas nos dijeron que la vida era para disfrutarla, y supongo que cada uno lo dispuso en una diferente definición.
Quizá se trata de un mal millennial: crecí con una serie de consignas y frases adorables sobre cómo podría (y debería) cambiar el mundo cuando creciera, pero estoy en el lado tardío de mis veintes y cada vez se me hace más inocente, estúpida e innecesaria la idea de un legado. Todos estos años, mi ansiedad se ha disfrazado de una y mil maneras para imprimirme un pasado, necesariamente algo más potente y útil que ser «una buena persona». Alguna vez me obsesionó la idea de ser una estudiante ejemplar. Elegí mi carrera porque pensé que podría revolucionar los hábitos de lectura de un país tercermundista. Más adelante, pensé que debía convertirme en una aclamada escritora. Por ratos he ansiado ser madre y otras veces he querido morirme sola.
Constantemente suelo preguntarme si no está faltándome algo, si he fracasado en aprender algún detalle que me hará más exitosa o interesante, o al menos digna del grupito de WhatsApp de los compañeros de oficina. He pensado que probablemente debí estudiar una carrera con más números que personajes ficticios. O quizá debí pasar mi tiempo leyendo a Proust y no escribiendo chistes. Estos días no sé calcular derivadas, ni trenzar cabello, ni cocinar un pollo, ni cuál es la capital de Bielorrusia, pero presiento que nadie realmente gana nada con cuestionarlo.
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En lo personal creo que también para entender la vida hay que tener conocimiento de Metafisica ya que nos ayuda a entender mucho de nosotros mismos.
¡Otra vez genial, Angélica! Las derivadas y las trenzas llevan al mismo lugar: encrucijadas y los pollos los cocinan mejor los cocineros profesionales que cualquier persona que trabaja y estudia (o lee mucho). En cuanto a la capital de Bielorrusia…, ¡para eso se crearon las Enciclopedias, mujer! No te preocupes.
Lo seguro es que estudiar Filosofía no es lo mismo que filosofar, así como saber el nombre científico de las plantas no es demasiado útil a la hora de admirarlas, cuidarlas o percibir su perfume. Yo tengo desde hace años un árbol al que amo en mi jardín. Lo he cuidado y protegido desde que era un pequeño retoño hasta hoy, que sobrepasa la altura de mi casa. Hace poco me enteré (por alguien muy ilustrado) que es una araucaria. ¿En qué cambió mi amor por ella? En nada. Igual que con la vida: sólo la amo, la cuido, intento adivinar qué necesita. A veces la riego, a veces sólo acaricio la rama que está más cerca de mi ventana. Jamás la entenderé… y es que no estoy aquí para eso.
Continúa filosofando, amiga, que eso lo haces muy bien.
Hola, como estas?
Mi opinión es que pretender entender la vida es , limitarla.
La vida y no solo la vida , sino todo lo que «es», es un misterio que no busca respuestas, ya que todas las preguntas fueron hechas por la mente egóica.
Mucha gente no busca el sentido de la vida , sino vivir la experiencia de estar vivos.
Yo sigo preguntando , pero no para hallar una respuesta , sino para abrir nuevas preguntas , resignificar y problematizar lo establecido.
El que no haya una respuesta me hace sentir vivo , y en cierta forma nos desliga de toda responsabilidad, es un juego sin reglas ni sentido , estamos cayendo eternamente y el en fondo , no hay fondo.
El truco de la vida no es estar en el conocimiento sino en el misterio.