El turno de la Bestia (VI)


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Empecé esta serie de ensayos porque sigue sorprendiéndome la forma en que hemos transformado la supuesta libertad digital en una cárcel de apariencias, una hoguera de vanidades, una mina de cancelación. Insistimos en expresarnos, pero —acaso por el hubris de la naturaleza humana— también hemos perseverado en crear sistemas opresivos para conservar una noción de normalidad. Y lo peor es que ni siquiera existe una normalidad: simplemente tenemos comunidades de apariencia que nos avalan o atacan, seamos Q-Anon, libertarios, alt-right, chairos, fachos, veganistas, pastafarianos o [inserte afiliación aquí] por igual. El único elemento que comparten (está bien, compartimos) todos los humanos digitales es la cuenta de Twitter.

Pocas personas saben que Twitter se originó en los primeros días del podcast, en una empresa que se fundó con ese romántico sueño de la difusión del conocimiento; pero lenta y vergonzosamente se hundió en la irrelevancia. Los creadores se inspiraron en los códigos mínimos de los SMS (¿alguien se acuerda de los SMS?) para establecer una plataforma de comunicación íntima y cerrada. Imaginen esos chistes que solo entiende aquel grupo de amigos y primos: ese era el encanto de Twitter. Todos hablábamos un código bastante tonto pero eficiente: TQM, HDP, XQ… Este espíritu de irrelevancia e intimidad, tan parecido a los indescifrables cantos de las aves, inspiró al sitio. Inició como un esfuerzo de unidad para que compartiéramos esas pequeñas pero relevantes realidades de la vida, tan banales como comer un helado, pero tan satisfactorias como un león muerto.

Diferente de los blogs —que ya habían establecido su fama en los 2000 tempranos—, Twitter ofrecía una versión minimalista donde la emoción dominaba la narrativa. La impulsividad y espontaneidad son cualidades con las que simpatizamos más fácilmente, diferentes de la emotividad incomprendida y lógica rebuscada que caracteriza a tantos blogueros. Es por eso que hoy podemos reconocer a más tuiteros que estrellas de blog: menos es más. Es tan fuerte este sentimiento que la flamante adición de fleets (un calco de las imágenes y textos en stories que duran menos de 24 horas en Instagram y Facebook) fue revocada en menos de un año. Twitter no es un lugar para la innovación, sino para las conversaciones (realistas o no, relevantes o no, informadas o no) que formamos alrededor de cada innovación en nuestras vidas.

Este es el punto donde debo dirigirnos a la pregunta incómoda: ¿fue acaso beneficioso o justo que le regaláramos al púlpito esa relevancia? Una red que no exige sino un correo electrónico (fácilmente falsificable) es ahora capaz de romper marcas, movilizar protestas y derrocar gobiernos. Sostengo que la tecnología no es ni buena ni mala: simplemente amplifica las actitudes que las personas ya poseemos. Que esas actitudes sobresalgan por ser viles, ignorantes o estúpidas es otra historia.

Mucha gente suele olvidar que las redes sociales no son medios totalmente democráticos, pues aún responden a las restricciones ideológicas que dicta el orden social. Una cuenta de neonazismo o antisemitismo, por ejemplo, recibe un bloqueo automático e irrevocable por infringir las reglas del sano intercambio de ideas. Muchas personas aplaudieron con emoción cuando Donald Trump fue bloqueado de la red. También se celebraron esas famosas advertencias para que uno lea o abra el vínculo que está a punto de retuitear. Todas estas ideas de concientización informativa invitan a un uso más responsable de los medios digitales.

Sin embargo, es muy importante que recordemos que estas redes son empresas de servicios comprometidas con un ejército de inversionistas y mercadólogos que minan gustosamente la información a cambio de datos personales que develen hábitos, consumos y preferencias. Las redes sociales son la ilusión de la libertad aunada a la comodidad de la pertenencia. Las alimentamos con nuestros sesgos y furias sin sospechar que estamos bocetando el futuro de la comunicación desde la banalidad hasta la trascendencia. Algún día, cuando menos lo sospechemos, nuestras ideas podrían convertirse en la próxima inquisición. Y no habrá broma ni código que nos salve de la inclemente guillotina de la cancelación.

¿Quién es el verdadero depredador ahora?

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