Si estás leyendo esto, te reto a que nombres un solo personaje de esta película de James Cameron. Puntos extra si puedes darme el nombre de alguna de las criaturas o si conoces al menos una frase del idioma ficticio que desarrollaron exclusivamente para el guion.
Desde su estreno en 2009, Avatar ocupó el puesto de la película más taquillera de la historia, resistiendo monstruosidades de franquicias mucho más famosas y antiguas: Star Wars, Marvel, Harry Potter, Jurassic Park, Fast & Furious… En una movida solo rivalizada por Titanic (también de James Cameron), una producción original, sin actores superestrellas ni alianzas de mercadería (juguetes, ropa, cubetas de palomitas, etcétera) arrasó con los boletos y las nominaciones al Óscar.
Sin embargo, es más fácil que alguien me cuente en qué escena de Titanic rompió a llorar a que me diga cómo se llamaban los aliens azules. Y ahora que Avengers: Endgame amenaza con usurpar su título de «más taquillera», es momento de repensar cómo estamos moldeando nuestra tradición cinematográfica en el siglo XXI, o más bien, nuestra experiencia respecto a ella.
Como cualquier mocosa pseudointelectual universitaria fui a ver Avatar la semana de su estreno. Recuerdo que había leído todos los artículos sobre su proeza en animación digital y tecnología 3D. Estaba necesitada de una nueva franquicia de fantasía que saciara mi falta de secuelas de Star Wars. Y de paso, el sacerdote en la iglesia había aseverado que la película promovía creencias inapropiadas de animismo, esoterismo y paganismo. Avatar le hablaba a todas mis necesidades de posmodernidad: salí del cine con el corazón henchido de esnobismo.
Un año después encontré la película en la televisión y tardé menos de un minuto en cambiar de canal. Poco a poco comencé a toparme con muchas personas que criticaban a Avatar como una historia predecible y sosa, por no decir racista, plagiada de Danza con lobos, Los últimos mohicanos o Pocahontas.
El éxito de Avatar fue fabricado con una brillante movida de relaciones públicas que en realidad buscaba una controversia. Cameron presumía el adviento de la animación como medio infalible para construir mundos hiperrealistas e incluso moldear actores al antojo de su director. La Academia, siempre tan vanguardista y progresiva, definitivamente no lo tomó del lado amable. Avatar fue galardonada en categorías técnicas y las otras premiaciones recalcaron la importancia del talento «crudo» en interpretaciones «humanas».
Removida de las pantallas IMAX y del discurso disruptivo, cuando vemos Avatar en la triste pantalla de una sala de espera sus defectos narrativos son dolorosamente evidentes. Hoy en día los éxitos de superhéroes, niños magos y dinosaurios se basan en tácticas puramente mercadológicas. El estudio detecta una tendencia nostálgica, produce un revival y ordena centenas de productos promocionales: desde ropa hasta pañales desechables. Las audiencias contemporáneas están cada vez menos preocupadas por los filmes revolucionarios y sus premios. Prefieren ver a sus ídolos de la infancia en una aventura que les permita comprar figuritas LEGO y, si la taquilla lo permite, visitar una atracción alusiva en cualquier parque temático de Florida.
No somos espectadores: somos clientes de los estudios del séptimo arte. Queremos que nos hagan reír y llorar para gastar dinero, no que nos presionen en el nombre la crítica y la vanguardia. Ninguna película que aspire el éxito comercial en estos días puede ignorarlo.
La carencia del factor emotivo nunca fue tan evidente como cuando, en 2017, Disney inauguró Pandora – The World of Avatar en su parque de Orlando. Con atracciones de alta tecnología, una decoración minuciosa y una avalancha de mercadería, el área recibe millones de visitantes al año pero no rivaliza la atención y filas para The World of Harry Potter y la incipiente Star Wars Land. Por eso es deliciosamente irónico que Avatar haya anunciado el lanzamiento de 4 secuelas que se han retrasado hasta la próxima década.
Me pregunto cómo se las idearán esta vez para hacer que me importe.
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Sin ver IMDb el chavo se llamaba Sully. ¿Una criatura? El tiktalik (sinceramente no me acuerdo si así se llamaba el ser volador que el chavo doma para convencer a los clanes). Los aliens se llamaban Ometicaya (fijo no jajajaja).
Tanta cosa que hablar… Avatar tenía más problemas que una trama «escasa». Eran tantos los tributos y préstamos que ya casi no tenía originalidad.
1. Lo de una cultura pegada al bosque amenazada por belicosos soldados… suena a película de vaqueros. Era tanto el parecido que querían entre los Na’Vi y los indígenas americanos que hasta el nombre de su idioma se parece NaDene el grupo al que pertenecen los idiomas apache y navajo. Por cierto, el ritmito del idioma inventado es reminiscente de el Lakota de Danza con Lobos, y el discurso se parece a lo que dice el famoso jefe Seattle. Todo revuelto, pero ni modo… nadie los distingue. Incluso creo que quieren recordarnos al séptimo de caballería como los malos. Los «helicópteros» son para eso… las unidades que fueron caballería en el siglo XIX ahora son infantería mecanizada o unidades aerotransportadas con helicópteros. Por eso los pilotos de helicóptero en VietNam usaban bigotito y sombrero estilo Custer.
2. Siguiendo por el idioma, obviamente querían ver si iba a aparecer un circuito de convenciones de Avatar similares a las de Star Trek y que la gente se iba a pintar de azul y saludarse en Na’Vi… lo siento. El thlIngan Hol (Klingon) es una cosa de una vez en la historia y los Avies no serían tan interesantes como los Trekkies. Además, el diccionario y gramática de Klingon es interesante como un ejercicio de ficción… el de Na’Vi sería algo así como copiar un cuento.
3. Lo de pasarle tu conciencia a un muñeco ya fue explorado por Chuckie el muñeco asesino y -dicho sea de paso- con más éxito. También el ritual para lograr esto se parece un poco.
4.Product placement. La t-shirt morada posiblemente quería ser tan famosa como la botella de refresco del «Planeta de los Simios» del tiempo de los hippies. No funcionó.
5. La Cola… LA COLA… LAAA COOOOLAAAAA. ¿Qué les pasó con eso? Seguro por la fecha estaban impresionados por el USB recién introducido que permitía conectar memorias, impresoras, teléfonos, cámaras y hasta linternas y ventiladores. Los guionistas pensaron que organismos vivientes con USB era una cosa interesante. El clavo es que se conectan con las plantas y con su caballo/criatura alada y después los personajes principales para tener relaciones sexuales. Entonces, lo del caballo/criatura alada ¿es bestialidad o abuso hacia los animales?
Veinte mil puntos para Ravenclaw a nombre de Juan Pablo Pira.