En este punto parece que todo el mundo está harto de Taylor Swift. La cantante no sale de los titulares por los relanzamientos de sus discos, su gira mundial retrospectiva de sus discos, su película de la gira mundial retrospectiva de sus discos, los lanzamientos de sus nuevos discos, las parejas que tiene o tuvo (y que inevitablemente son mencionadas en sus discos) y las emisiones de dióxido de carbono de su jet privado que casi con seguridad le debe a la venta de… sus discos.
La cantante es ahora una multimillonaria capaz de reactivar economías, arrasar en las entregas de premios y provocar actividades sísmicas. Por eso sorprende que su undécimo disco lleve la estética de la criatura más miserable, solitaria, empobrecida y rechazada de este planeta: el poeta.
Taylor Swift no es ninguna tonta cuando se trata de hacer música vendible. Cada disco (o «era», como los llama ella) se adapta a las tendencias de moda en su momento y engendra su propia estética, mercadería y gira de conciertos. Su música es una cultura en sí misma, llena de easter-eggs (es decir, leitmotifs) y símbolos persistentes que sus seguidores decodifican con una obsesión comparable a la de los asesinos seriales.
Siendo objetivos, Swift no es un prodigio vocal ni una compositora compleja: su encanto desde el inicio ha estado en la sencillez de sus ritmos, fáciles de cantar y reconocer. Lo que la diferencia de las docenas de estrellas pop rubias del momento es la manera en que ella misma se relaciona con sus letras. Swift insiste en ser autora y protagonista de sus canciones y es muy abierta sobre las experiencias personales detrás de cada coro. Sus canciones son arquitectura pop: elegante y funcional, bailando entre emociones conocidas y metáforas muy cercanas (la escuela secundaria, las novelas de crimen, los pueblos pequeños, refranes etcétera) que su enorme audiencia reconoce y celebra. Todo eso acabó con este último disco.
The Tortured Poets Department es una versión de Taylor Swift, explícitamente, como poeta. Ella había coqueteado con el concepto en su disco Evermore, que destaca por sus canciones melancólicas y sentimiento de aislamiento (después de todo, el disco fue creado durante la pandemia). Pero en este larguísimo evento de 31 pistas, Swift une un léxico digno de los SAT, un ritmo de synth-pop y una persona tan críptica como perturbada. Se fueron las rimas sencillas y predecibles que se acomodan al karaoke (devils roll the dice, angels roll their eyes) y ahora predominan las referencias eruditas de baja monta sin métrica interna (you’re not Dylan Thomas, I’m not Patti Smith, this ain’t the Chelsea Hotel, we’re modern idiots).
Despojada de las convenciones “pop”, Swift no sabe qué hacer con su pluma. Sus mejores momentos son las canciones que coescribió con artistas más verbosos, como Post Malone o Florence Welch, que le prestan un necesario contraste al sonido y la trama. Con referencias a heroína, a Grand Theft Auto y a Charlie Puth, es muy difícil creerle a Swift su pose de poeta maldita. Conociendo los destinos de poetas como Alejandra Pizarnik o Alfonsina Storni, es imposible empatizar con el corazón roto de una de las mujeres más famosas y ricas del mundo que clama: «estoy tan deprimida que actúo como si fuera mi cumpleaños todos los días».
Es fácil deducir por qué Swift quería la reputación de poeta. En los últimos años se ha despojado de la imagen de ídolo pop superficial para adentrarse en proyectos más artísticos, empezando por la dirección y guionaje de sus cortometrajes videos musicales, pasando por sus pobrísimas actuaciones en filmes como Cats (2019) y Amsterdam (2022), y culminando en la vaticinada dirección de su primer largometraje.
Sin embargo, la historia de la estrella pop que trasciende al cine está llena de fracasos: Crossroads (Britney Spears), Burlesque (Christina Aguilera) y Glitter (Mariah Carey) son testimonios de infamia que sus protagonistas han tratado de sepultar en el olvido. Pero ahora que Lady Gaga ya fue nominada a un Óscar a mejor actriz y Ariana Grande protagoniza una de las adaptaciones musicales más esperadas de la historia, Taylor Swift necesita ser más que la tonada del centro comercial: necesita ser material académico.
Irónicamente, para un disco tan artístico, personal y doliente, Swift ha desplegado una de las campañas publicitarias más caras de la década, con instalaciones de su biblioteca, estaciones de radio dedicadas, funciones exclusivas de Instagram y hasta 4 colores de vinilo con su propia pista adicional y su caja de colección de US $45. Será un día muy frío en el infierno cuando a un poeta le presten un décimo de tremendo presupuesto de promoción para su pequeña antología de versos.
Pienso en mis colegas que publican en formatos PDF mal diagramados o en versiones carboneras, ansiosos por conmover a alguna editorial que talvez los alcance a una audiencia que por lo menos les deje suficientes regalías para pagar un Big Mac. Ni siquiera el premio monetario del Nobel podría comprar lo que Swift invirtió en la promoción de su «manuscrito» que ya ha roto récords de reproducción digital y ventas de vinilo.
He visto reseñas exageradas que proclaman a The Tortured Poets Department como un hito del siglo XXI y un «clásico instantáneo», pero poco a poco comienzan a emerger los juicios de las personas que han abierto por lo menos un libro en su vida y reconocen la autocomplaciente y pretenciosa caricatura de la «poeta» Taylor Swift. Pitchfork ya le otorgó la calificación más baja de su discografía. El New York Times le recomendó buscar a un editor. Yo pienso que Swift debería darse una pausa y repensar sus metáforas suicidas. Ella, a diferencia de muchos colegas del verso, seguramente puede pagarse una hora de terapia.
[Foto de portada: For The Record Spotify]
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