Los cuatro tipos de mujeres en la literatura universal… desde la visión masculina (I)


Corina Rueda Borrero_ Perfil Casi literalHistóricamente, en todos los ámbitos de nuestra sociedad han sido los hombres quienes han impuesto su visión del mundo sobre las mujeres. Incluso han llegado al punto de hablar por ellas, como si supiesen lo que significa ser mujer. Han decidido desde nuestro raciocinio para votar hasta qué podemos hacer o no con nuestros cuerpos, clasificándonos como inferiores y creando teorías sobre nuestros úteros.

En las ciencias sociales y naturales hemos sido invisibilizadas a propósito sobre nuestros aportes y legados de nuestras abuelas, y en la literatura ––que no se queda por fuera–– nos hemos visto plasmadas en el reflejo de lo que los hombres quieren sobre nosotras, inclusive en la poco conocida literatura escrita por mujeres tenemos reflejos de estas ideas porque después de todo hemos crecido bajo conceptos que predisponen qué es lo que una mujer debe hacer y debe cumplir en la sociedad.

De esa forma, y casi sin buscarlo, me topé hace unos meses con Alexandra Kollontái, una intelectual feminista y socialista de principios del siglo XX que empezó a plantear de forma contundente el papel que ha jugado el amor romántico para aprisionar a las mujeres y cómo a su vez, desde todos los extractos sociales, se han reducido las aspiraciones de vida de las mujeres al hecho de fundar una familia, por lo que la individualidad de la mujer no es objeto de discusión y tampoco tiene un valor social. Sus virtudes se reducen a lo sexual y amoroso; esa óptica creada y transmitida desde lo masculino se refleja de igual modo en la literatura.

Explicado esto, Kollontái nos habla de cuatro tipos de mujeres en la literatura: la encantadora y pura jovencita, la esposa resignada o casada adúltera, las solteronas y, por último, las «sacerdotisas del amor» o prostitutas. Tomando en cuenta esta clasificación que me ha dado largas noches para pensar, he decidido tomarme el tiempo (y el atrevimiento) de comentar cada una de estas categorías (con el permiso de Kollontái, aquí voy en mi análisis).

La encantadora y pura jovencita. Es un reflejo claro de la virginidad que todas las mujeres deben tener hasta el momento de contraer matrimonio. Obviamente, este personaje termina por casarse y concreta su aspiración de encontrar el amor ―en el mal llamado príncipe azul― y formar una familia. Aquí podemos encasillar perfectamente todos los cuentos de hadas que se nos han transmitido por generaciones ―y recopilados por los Hermanos Grimm―, donde al final, la mujer que desde niña aspiraba a materializar las ideas heredadas de amor romántico logra su cometido y tiene su «felices para siempre».

Este personaje a su vez refleja a las mujeres que, dentro de una sociedad patriarcal, buscan ser rescatadas de su familia por un hombre sin siquiera conocerlo, y que «en nombre del amor» dejan todo para irse muy lejos. Además vemos cómo todo es válido para librarse de las ataduras familiares o lograr sus deseos de ser madre, y es que para la sociedad construida desde mirada masculina, ser mamá es una obligación y, por tanto, un deseo inherente a la mujer. Esto último se ve plasmado en una de las múltiples versiones de La Bella Durmiente, donde más allá de una mujer rescatada por un príncipe con un «beso de amor», lo que realmente expone es a una mujer violada que pare hijos hasta que por fin despierta, pues ni dormida y casi muerta la mujer se puede librar de la maldición de la maternidad obligada. El mensaje de esta historia es más aterrador todavía: no solo basta con arriesgarte a lo que sea con tal de buscar el amor, sino también cumplir a toda costa con el rol reproductor que se te fue asignado por ser mujer y que, al estar en pareja, tu cuerpo ya no es tuyo sino del «amor de tu vida».

Las esposas resignadas o casadas adúlteras. Y es que ser mujer te pone bajo los cánones y obligaciones de la moral en turno. En el caso de la mujer occidental, durante la boda de blanco ––y después de ella–– se nos repite constantemente a las mujeres que «el amor todo lo puede, el amor todo lo aguanta…» y toda la perorata que nos repiten para vivir una vida de sumisión y de seguimiento incondicional hacia nuestro amado. En la literatura tenemos el clásico ejemplo de la protagonista de Romeo y Julieta, una las obras más celebradas de Shakespeare, donde Julieta no solo pasa de ser la jovencita que se enamora frenéticamente y se casa con el enemigo de su familia sino que también se convierte en la esposa ciega y resignada que sigue a su marido sin importar lo que haya hecho y lo que ocurra. Así la vemos, entonces, elaborar un plan para huir con su amado ––quien antes ha matado a su primo y aun así lo perdona con una ligereza impresionante–– hasta que finalmente se despierta con su Romeo muerto en su regazo y decide estúpidamente ir con él hacia la muerte. En todos los sentidos, Julieta es una esposa que todo lo perdona y todo lo hace por «amor».

En contraparte, también está el castigo que da la sociedad a la mujer que incumple con este mandato divino del amor condicional femenino sobre todas las cosas, por eso es que se castiga enormemente a la esposa adúltera. Lo vemos así en Madame Bovary de Flaubert, donde se muestra una versión distorsionada de la inconformidad matrimonial de Emma, una versión que en sí conviene a los hombres señalar porque después de todo la mujer es la causa de los males de la sociedad y de las catástrofes en el seno matrimonial. Vemos a una protagonista que además de ser infiel, es ambiciosa y se endeuda hasta llevar a la ruina a su esposo y a ella misma. Vemos en Emma el reflejo de la mujer interesada que busca emancipar a los hombres de sus derroches, porque estos derroches y malafortunas son motivados por mujeres que, como Emma, buscan alcanzar un estatus a costa de la banalidad y el exceso de lecturas de novelas románticas (otra doble lectura aquí: que las mujeres lean es un peligro).

Adicionalmente, creo que es importante profundizar en este último ejemplo de Flaubert porque sobre este individuo se ha erigido la idea del escritor sensible que puede ponerse en el papel de una mujer y se habla de su «empatía» como el don al que todos los escritores deben aspirar, tanto es así que se nos repite constantemente esa entrevista en la que se burlaban de él por hacer historias desde la voz femenina de Emma y le preguntan quién es realmente esa Madame Bovary, a lo que él responde «Madame Bovary c’est moi», haciendo alarde de su sensibilidad para entender y hablar desde lo femenino. Lo que nadie se atrevió a decirle a Flaubert fue que su conocimiento sobre las mujeres no solo era limitado, sino que sus ideas de lo que es una mujer y lo que esta quiere están supeditados a la cosmovisión masculina del mundo, ya sea para emanciparse de culpas o para regocijo de su placer.

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El tema es largo y tendido. Hay dos categorías más que aborda Kollontái y las cuales prometo comentar dentro de quince días.

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