Todos los días transito por calles, avenidas y puentes bautizados con nombres de dictadores y altos funcionarios de gobiernos corruptos y asesinos. Me resulta ofensivo y repugnante observar monumentos, escuelas, colegios y edificios que me remiten a épocas nefastas y tenebrosas para la memoria histórica de Honduras.
Han pasado 70 años desde que el dictador Tiburcio Carías Andino dejó el poder de la nación bajo presión del gobierno de Estados Unidos, después de dieciséis años de mantener al país sumergido en un ambiente de terror, opresión, pobreza y miseria. Hago referencia a este personaje porque casualmente una de las edificaciones más simbólicas en Tegucigalpa lleva su nombre: me refiero al Estadio Nacional Tiburcio Carías Andino, construido con mano de obra semi-esclava dado que utilizaban a presidiarios, a quienes obligaban a trabajar en condiciones inhumanas. Fue inaugurado el 15 de marzo de 1948.
Las instituciones educativas no son una excepción. El 28 de marzo del 2016 el ex presidente Rafael Leonardo Callejas se declaró culpable ante un tribunal de Nueva York por el escándalo conocido como Fifagate, en el que se le acusó de lavado de dinero y asociación ilícita, y años antes, luego de ejercer la presidencia, fue acusado por abuso de poder y malversación de fondos, sin embargo, la Corte Suprema de Justicia le otorgó todas las cartas de libertad posibles y lo declaró, de manera descarada, inocente. Traigo a mi memoria a este personaje símbolo de la corrupción porque en San Pedro Sula una institución educativa oficial lleva su nombre.
2009 significó el regreso a los fatídicos golpes de Estado en Honduras, el rompimiento del orden constitucional, la muerte del Estado de derecho, el inicio de una violación sistemática a los derechos humanos y una profunda crisis humanitaria que se aún se vive hoy. Roberto Michelleti Bain es uno de los personajes que orquestaron este macabro golpe a la democracia y fue nombrado presidente de Honduras de manera ilegal, siendo responsable de crímenes, arbitrariedades y actos de corrupción del gobierno de facto que se instauró en el país. Una escuela oficial ubicada en El Progreso también lleva su nombre.
Un caso más reciente y no menos nefasto es el del actual designado presidencial de Honduras, Ricardo Álvarez, quien el 26 enero de 2016 asumió el cargo de alcalde de la capital. En su mandato solicitó un préstamo de 30 millones de dólares al Banco Interamericano de Desarrollo para la construcción del servicio de transporte rápido de Tegucigalpa, mejor conocido como Trans 450 y que nunca llegó a concluirse. Actualmente la mayoría de sus tramos han sido demolidos por el actual alcalde, y analistas y ciudadanos han señalado que detrás de esta construcción se encuentra una gran red de corrupción. Pues bien, Ricardo Álvarez también le da nombre a un puente ubicado en las inmediaciones del Aeropuerto Internacional Toncontín, en Tegucigalpa, construido bajo su gestión.
La lista es innumerable. El Teatro Nacional lleva el nombre del fundador del actual partido de gobierno que, dicho sea de paso, se ha instaurado de manera ilegal y a través de un descarado fraude electoral. A principios del siglo XX, el expresidente Manuel Bonilla ordenó su construcción con fondos del Estado y bautizarlo con su nombre fue un acto sin ética y con fines políticos.
Un gobierno serio y coherente con los principios de la democracia y el Estado de derecho tendría la obligación de rebautizar estos edificios y monumentos. Los nombres escritos en esas placas son muestra de la corrupción, de la falta de ética y, sobre todo, de la falta de escrúpulos en el manejo del poder y de las arcas del pueblo. Durante décadas han querido hacernos creer que si esas obras llevan sus nombres es porque debemos sentirnos agradecidos, cuando en realidad la construcción de teatros, escuelas, estadios y otros sale de nuestros impuestos, son obligación del gobierno y es un derecho constitucional que nos asiste como hondureños.
Podría asegurar que la mayoría de estas obras fueron construidas con el único fin de obtener fondos para beneficios particulares, ya fuera para hacerse propaganda u obtener fondos que cubran los gastos de campañas políticas. ¿Qué historias les cuentan los maestros a sus estudiantes cuando les preguntan sobre el personaje que lleva por nombre su escuela? ¿Quién es Tiburcio Carías Andino para los visitantes y atletas extranjeros? ¿Cuántas obras seguirán siendo bautizadas con los nombres de quienes ordenan su construcción? ¿Cuándo las rebautizamos? Si seguimos así, que no nos extrañe ver dentro de diez o veinte años el nombre de Juan Orlando Hernández dando nombre a un puente, un centro cultural o —el colmo de los colmos— una entidad de bienestar social.
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¿Quién es Linda María Ordóñez?