Como muchas personas, llevo más de un mes sin poner un pie en la oficina.
Todas las mañanas me siento en la sala con mi laptop, una enorme taza de té y esa encantadora lamparita de buró que nunca prende a la primera. Una esfera verde junto a mi foto de perfil le permite a toda la empresa saber que estoy disponible para chatear. Pueden escribirme o dejarme un gif.
Hace ya mucho tiempo que dejé de maquillarme y peinarme. Puse una notita adhesiva sobre la cámara de la computadora. Nadie sospecha cuántos juegos de piyama tengo (probablemente demasiados) ni a qué horas (plural) se me antoja ducharme.
He llegado a aborrecer las videollamadas: diez minutos de pruebas de sonido, diez minutos de conversación educada y banal y cuarenta minutos de leer un correo junto con ocho personas más. En el fondo escucho niños llorando, perros ladrando, ritmos de reggaetón y el eventual claxon que delata cuando uno de nosotros está en la calle.
Tengo el permiso legal de desconectarme a las 17:00 horas, pero cada noche sin excepción recibo un mensaje, un correo electrónico o una llamada en el celular por este o aquél reporte que urge. He despertado a completar requisitos de datos una mañana de sábado. Me he saltado el almuerzo del domingo para reforzar un reporte de investigación. No siempre recuerdo qué día es.
Siempre he detestado la cultura corporativa en Guatemala: tan hipócrita, oportunista y cínica como la estadounidense. Los gerentes te repiten cosas como «Somos una familia», pero más vale que nunca llegues tarde porque se enfermó tu hijo. Te piden que des «la milla extra» cuando sabes que no volverás temprano a casa. Te recuerdan que debes «sudar la camiseta» cuando no se pagan las horas extras. Decenas de jefes me han exaltado al típico empleado que se va después de las 20:00 horas. Yo nunca termino de cuestionar cuán pobre puede ser el desempeño de una persona que no puede terminar sus tareas del día en ocho horas.
No entiendo a los que «se olvidan de almorzar» y «no sienten cuando oscureció» por estar trabajando. Leer y tener sexo son las únicas actividades que me admiten esas excusas.
Alguna vez trabajé con un checo que nos recordaba que cada empresa u oficina es un juego de talento persiguiendo una meta. A las 16:00 horas pasaba cerrando las laptops de sus empleados y les recomendaba que vieran el atardecer en el parque, que jugaran con sus hijos o pasaran a tomarse una cerveza. Nadie, nunca, había recibido un memo por irresponsabilidad u holgazanería. Nunca se me olvidó lo ameno y placentero que era trabajar allí y, quizá por romántica o descerebrada, me rehúso a esclavizarme a algo tan cruel como mi cheque salarial. No tiene caso que me gane la vida si no tengo el tiempo para vivirla.
Así que soy una empleada mediocre: respeto mis horarios de salida y entrada, aprovecho cada minuto antes de las 17:00 horas, tomo la hora entera para almorzar, no hablo del trabajo en la casa y nunca me hago amiga de mis colegas. Nunca seré la colaboradora del mes, pero creo que estoy satisfecha. Al menos desde acá tengo una vista muy cómoda del atardecer sobre los tejados.
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