Las ciudades estadounidenses se han ido llenando de personas sin hogar. Tal como sucede en prácticamente toda América Latina —y cada vez más en el resto del mundo—, aparecen en las esquinas e importunan a los conductores cuando el semáforo está en rojo; y no hay posibilidades de escape. Ante la impertinencia del indigente, el conductor hace un gesto de negación con la cabeza o con la mano, murmura alguna excusa del tipo «no tengo cambio» o simplemente mira los carros que aguardan el cambio a la luz verde o los que cruzan la intersección. Mira a los peatones o a un punto indefinido entre el cielo y los edificios.
Muchos indigentes muestran pedazos de cartón. I am hungry, dicen algunos; Veteran o Disable, dicen otros: así no es necesario hablar. Los conductores simulan no entender el mensaje. Si es posible, pretenden que no hay nadie junto al carro. Too many, razonan. They may be dangerous. Hay, sin embargo, indigentes atrevidos que golpean la ventanilla para demandar atención. Extienden la mano o dicen cosas que los conductores no entienden. Esos son los locos, los que —piensan los conductores— podrían atacar con un arma. Son también los que deambulan por las calles hablándole a personas invisibles, a veces en voz baja, a veces a gritos.
Y aunque a nadie le guste, los indigentes son parte indispensable del paisaje urbano. Nos recuerdan las grietas de un sistema económico que desecha a las personas, y un tejido social que se escuda en el individualismo para justificar su sordera. Esos hombres y mujeres tan feos, tan sucios, son el otro lado del discurso que insiste en que las oportunidades están al alcance de la mano, siempre y cuando se sigan las reglas: trabajo duro, sacrificio, fe en el sistema. «El destino está en tus manos, insiste, el éxito material es la medida de tu valor como individuo y si fracasás, será tu responsabilidad».
Esos indigentes que pululan por las calles son una advertencia de lo fácil que es descarrilarse y nos da terror cuando se apropian de las ciudades. Los vemos levantar sus tiendas de campaña bajo los pasos elevados o en terrenos públicos. Leemos con disgusto las historias de los hoteles que se han destinado a acogerlos, y de cómo se van sin siquiera avisar. Sabemos que las autoridades levantan los campamentos y que casi de inmediato nuevos intrusos toman el área. Son los invasores siempre insatisfechos los que aparecen transfigurados en las películas sobre invasiones alienígenas.
Yo tuve mi propio indigente. Estaba recogiendo camisas de la lavandería del barrio cuando lo escuché saludarme en español desde la otra acera. La sorpresa me hizo mirarlo con detenimiento. No era un hombre de aspecto descuidado, su ropa era sencilla pero limpia, la barba y el pelo recortados. Su esquina estaba limpia. Había una bolsa de basura y una silla plegable. Como para aliviar mi estupor, me dijo que su padre era cubano, pero que él nunca había visitado la isla. Desde entonces yo lo saludaba, convencido de que podía verme a la distancia. «Buenos días», me decía, aunque no le diera dinero.
Al tiempo lo encontré en otra esquina. «La anterior era mejor», dijo, «pero me atacaron con un puñal y terminé hospitalizado». Yo le extendí unos billetes y le pedí que se cuidara. Él me dio la bendición. Después bajaron las temperaturas y no lo volví a ver. Solamente la silla plegable sigue ahí. Sin embargo, lamento su ausencia. Sí, ya no tengo que simular que no veo a nadie en la esquina, pero tampoco escucho una voz que me dice «Buenos días» camino al trabajo.
Nunca supe su nombre, ni dónde vivía. Intimar no era parte del juego.
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